martes, 30 de diciembre de 2008

De peces voladores


El ruido de la lluvia sobre el techo y los relámpagos que iluminaban por instantes la furia del mar, hicieron aún más intrigante la historia que estaba por comenzar a ser contada esa noche.
-¡Vea joven! -se oyó pronunciar en voz baja pero con acento grave, desde un rincón del salón. -Yo que Usted, me andaría con más cuidado al hablar del Capitán Rapaport,-dijo el viejo Gualterio al momento que dirigía su vista hacia el muchacho cuya conversación comenzaba a mantener en vilo a los parroquianos del lugar.
Toda la concurrencia de la fonda, unas quince personas aproximadamente, dirigieron de inmediato su atención al viejo. Él se paró sin que su mano derecha soltara el vaso de ginebra. Caminó los pocos pasos que lo separaban del joven y se sentó a su lado.
"Yo fui tripulante de Rapaport" dijo de una forma como si sus ojos estuvieran mirando hacia el pasado" y estuve a bordo del Kalimera, la tarde del episodio", y no bien terminó de decir esto apuró su bebida hasta vaciar totalmente el vaso.
El joven sintió la necesidad de expresar su respeto al viejo, y le hizo saber que lo que había comenzado a contar eran sólo las habladurías que se comentaban en el pueblo, acerca de la singular historia del Capitán Julius Rapaport, pero no pudo convencer a nadie.
"Era una tarde sin viento, calma chicha total" comenzó el viejo a contar mientras dirigía su mirada hacia la ventana y el mar. "El Kalimera, flotaba apacible, y al garete. Las velas de tan inmóviles, daban lástima, por lo que el Capitán decidió arriarlas".
"Rapaport, el contramaestre y yo nos encontrábamos en el puente, charlando de cosas de mar, como se suele hacer en este tipo de ocasiones. La conversación se centraba en quién había experimentado la calma chicha más prolongada" rememoró el viejo.
"En eso estábamos, cuando vimos que sobre la cubierta habían caído unos cuantos peces voladores" dijo Gualterio con sus ojos entrecerrados, como buscando de esa forma sus recuerdos con mayor precisión.
"Los tres bajamos de inmediato a cubierta y comenzamos a recoger los peces con la intención de entregárselos al cocinero". En la sala se iba generando una atención casi sacra, con la totalidad de las miradas convergiendo hacia Gualterio que parecía casi ausente, o casi nuevamente a bordo del Kalimera.
"En un momento, el Capitán se acercó a la baranda con la intención de tomar un pez que había quedado sobre ella" y al pronunciar estas palabras y recordar el momento, el rostro del viejo empalideció repentinamente.
"En el mismo instante que la mano de Rapaport se posaba sobre el pez, una fuerza desconocida lo levantó y lo arrastró por encima de borda hacia el agua, como si fuera un poder demoníaco ¡Juro que nunca vi nada igual!" culminó el viejo en el instante que la sala se estremecía con un refucilo que iluminó los rostros teñidos por la sorpresa. Pocos segundos después, el trueno cercano hizo temblar la totalidad de los vidrios de las ventanas junto, con los temores de más de alguno de los presentes.
"Varios días estuvimos buscando alguna señal de Rapaport, pero nada pudimos encontrar. Finalmente, y luego de haber fracasado en nuestra búsqueda, el Kalimera puso proa a puerto" contó el viejo mientras pedía que le llenaran el vaso nuevamente.
"El viaje de regreso no fue lo que se dice una navegación normal. La tripulación se encontraba muy asustada por la desaparición de su capitán. Mil conjeturas se elaboraban a cada instante: que el diablo, que un pulpo gigante, hasta hubo alguno que llegó a elucubrar algo sobre un posible suicidio".
Luego de un premeditado silencio, el viejo continuó con su relato. "Algunos reconocieron haber escuchado ruidos en el camarote de Rapaport, y el mayordomo aseguró haber visto manchas de agua en el piso. La cuestión es que se revisó la embarcación de proa a popa, muy minuciosamente, pero nada anormal pudo ser descubierto".
Desde el otro lado de la sala, un parroquiano preguntó si esos indicios podrían significar que Rapaport, por algún medio, había logrado subir a la embarcación y regresado a puerto escondido.
"De haber sido así, lo hubiéramos descubierto, ya que nuestra inspección fue muy meticulosa. A menos que ... ". El viejo detuvo abruptamente su alocución dejando un halo de duda y curiosidad flotando sobre la sala.
"A menos que..., como se rumoreaba a bordo, hubiese tenido la colaboración de algún marinero para ocultarlo" dijo el viejo, "pero esto, no pudo nunca ser comprobado".
"Sin embargo, al llegar a puerto hubo varias cuestiones que llamaron la atención. En primer lugar la viuda no reaccionó en la forma desconsolada que se hubiera esperado de ella, al recibir la trágica noticia" contó el viejo con un gesto de visible fastidio.
"Al cabo de unos meses la viuda cobró el seguro por la muerte del Capitán Rapaport, vendió la casa y rápidamenete abandonó el poblado. Nunca más hemos vuelto a saber de ella. Sin embargo ..." el viejo calló repentinamente.
Dos o tres parroquianos insistieron airadamente para que el viejo concluyese la frase silenciada.
El viejo los miró, se paró, se arregló su añoso gabán azul marino, y mirando a los jóvenes de costado les contestó casi desde el vano de la puerta:
"Sin embargo, ya las tripulaciones no salen a cubierta cuando aparecen peces voladores" respondió, mientras se adentraba presuroso en la noche lluviosa.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Noche sin paz


Se fue a dormir con la alegría de saber que su tiempo estaba llegando. En pocas horas más, su marido se iría de la casa, tal como habían acordado ante los abogados, como parte del proceso del tan ansiado divorcio.
Hacía meses ya, que dormía en el cuarto de su hija. Dejar de dormir en el lecho nupcial le había dado cierta tranquilidad. En primer lugar demostrar con hechos su decisión de romper con las premisas de un matrimonio, que ya hacía unos años, no era lo que ella había deseado, ni siquiera imaginado. En segundo lugar, la seguridad que le brindaba la presencia de su hija, que si bien pequeña, le otorgaba la tranquilidad que, en principio, ningún acto de violencia se produciría ante los ojos de la pequeña.
Ya eran horas nomás. Tal como constaba en el convenio, él se iría el domingo, radicaría un nuevo domicilio y ella se quedaría en la casa. El régimen de visitas, la división de bienes y otras cuestiones, habían quedado perfectamente aclaradas durante las tediosas reuniones entre ellos y sus respectivos abogados.
Ella sabía que existía otra vida. La que había llevado hasta ahora, limitada, absorbida y encerrada no la hacía feliz. Tampoco la violencia, la denigración y la indiferencia que experimentaba de parte de su marido, las que prontamente llegarían a su fin.
Se acostó. La respiración de su hija dormida le contagió serenidad.
Pensó en aquel hombre. Lo había conocido hacía un año. Ella se había enamorado desde el momento en que descubrió que el amor podía ser algo diferente a lo que había sentido hasta ese momento. Se dio cuenta de que no sólo la pasión era algo que brotaba libremente, sino que también existían muchas cosas para compartir y soñar. En los brazos de él había encontrado una razón para seguir creyendo, como para sentirse más joven y para volver a confiar en que había sueños que podían ser llevados a cabo de a dos.
En el transcurso de los últimos meses, su amante le había dado muestras de un compromiso firme y de un amor auténtico, demostrado en más de una oportunidad. Los planes urdidos entre abrazos y caricias parecían poder concretarse en breve, y de allí una nueva vida en la libertad alejada de ese matrimonio esclavizante.
No escuchó la puerta abrirse. La despertó la mano fría de su esposo que se posaba sobre su hombro.
Entre sollozos, atenuados para no despertar a la niña, él le dijo que no podía irse. Bañado en lágrimas le repitió que la amaba, que su vida sin ella carecería de sentido. Sumido en un triste llanto le pidió, como tantas otras veces, una nueva oportunidad.
El hecho de haber sido despertada tan abruptamente la confundió. Las lágrimas le removieron viejos instintos y la lástima la abordó. Posó su mano izquierda sobre la cabeza de él y con la derecha apartó las lágrimas que brotaban de sus ojos. No rechazó el beso que él tímidamente le dio sobre sus dedos.
Quiso creer una vez más en él, en los juramentos de una nueva vida, de que cambiaría y de que todo sería diferente, a partir de ése momento.
Sin ningún fundamento, ella quiso volver a creerle y no rechazó la mano posada sobre su pecho, debajo del camisón. Tampoco supo porqué, accedió a ir a la cama matrimonial esa noche. Y con una convicción precaria hicieron el amor de modo triste y sin que la vergüenza estuviese ausente.
Él finalmente retiró el brazo donde ella apoyaba su cabeza. Puso el codo sobre el colchón y con la palma de la mano sujetó su mejilla. La miró a los ojos y con el mayor de los desprecios le dijo pausada y serenamente: "sos una puta".
A ella no le sorprendió su insulto. Volvió de repente a recordar la cantidad de veces que se había sentido ultrajada por ése hombre. La indignación comenzó a invadirla. No por el insulto recibido, sino por haber traicionado sus planes de liberación, por haberse traicionado ella misma, sucumbiendo ante un nuevo juramento de respeto, rápidamente incumplido. Pensó en su amado. Lo sabía totalmente ignorante del suceso, pero no se perdonaba esta infidelidad. No se perdonó no haber podido cumplir con lo que ella había deseado largamente.
Aprovechando que él ya se había dormido sobre la desarreglada cama, se levantó. Pasó por el cuarto de su hija. Le dio un beso en la frente, con la suavidad necesaria para no despertarla. Se quedó unos instantes sentada junto a ella, con la sola intención de observar su paz al dormir.
Se dirigió a la cocina. Abrió la heladera y sacó un frasco de dulce. Caminó por la casa como quién camina por un lugar ajeno y desconocido. Abrió el segundo cajón de la gaveta del escritorio y tiró al piso la franela con olor a vaselina.
Entró al baño. La traición a sus convicciones y al amor que la estaba esperando más allá del domingo, lleno de planes y esperanzas la estremecieron, una vez más.
Se untó el sexo con jalea de membrillo. "La bala atravesará con menor fricción" pensó. Y cerró los ojos.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Desde el mismo jardín


Una vez admitido el inconcebible resultado de su proceder, no le quedaron dudas de que su vida se tornaría irreversiblemente cruel a partir de ése momento.
Abrió la puerta de su habitación, justo en el momento en que la luna se escondía detrás de una nube solitaria. Hacía calor y el repentino cambio de luz, lo animó a salir al jardín. Sólo le bastó dar el primer paso para que el frío del rocío sobre el césped, se transmitiera invasivo, hacia todo su cuerpo. No le dio importancia y sus pasos lo alejaron de la casa en forma casi mecánica. Su nerviosismo lo había puesto en un estado tal de excitación que tampoco le molestó mojar su espalda al recostarse sobre la reposera húmeda y pegajosa. Luego de un prolongado y profundo suspiro, miró al cielo, ya sin aquella inoportuna nube y trató de comprender el significado de lo acontecido.
Su propia sombra se dibujaba tenue, delineando una difusa silueta sobre el césped, pero no reparó en ella. De a poco fue sintiendo como su cuerpo comenzaba a experimentar una sensación de laxitud, que hacía mucho tiempo no sentía. Trató de poner en orden sus pensamientos, pero éstos todavía se encontraban dispersos y conmocionados. Bajo ese cielo que lo cautivaba y le traía recuerdos de sus más placenteras vivencias, trató de alejar algunas recientes imágenes que le eran de encarnado dolor. Tuvo plena conciencia de sus actos, podía volver a reproducir con exactitud toda la escena, pero tendría que esmerarse para aceptar y entender el futuro a partir de su nueva realidad.
El canto de un grillo, lo hizo desviarse de sus pensamientos, y lo llevó por unos pocos segundos a imaginarse un mundo sin sonidos. No pudo recrear en su mente semejante abstracción, esa noche era de sombras, pensó, como si se tratase de un mandato de obligada obediencia.
Recordó su niñez, y las fiestas familiares en ése jardín, en las veces que les era permitido a él y a sus primos, jugar hasta horas bien tardías. Para esos momentos, a los mayores nada les importaba, gracias a las influencias de los vinos de guarda, que su padre sólo abría para esas ocasiones. Le vino a la memoria la noche en que el rayo había acertado caer sobre el viejo ciprés, atemorizando con el terrible estruendo y su refulgente luz a toda la familia. O esa primera noche con Emilia, cuando al amparo de los ligustros se juraron amor sincero mientras desparramaban sus ropas sobre ése mismo césped.
¿Qué va a ser de Emilia? pensó a modo de estéril interrogación. Por la tarde la había encontrado de un humor lúgubre y con la mirada ausente. Se preguntó porqué había accedido a casarse, a pesar de que con antelación, había descubierto que no era amor lo que lo había acercado a ella. Tenía la certeza de que había sido en parte insistencia de las familias, y en parte, la facilidad con que una joven bonita y de buena posición social, se le entregaba en forma dócil y sin resistencia. No podía decir que no la quisiera, quería creer que la había amado, aunque sabía que ese sentimiento hacía tiempo se había tornado una mezcla de hastío y conveniencia. Se le hizo presente cuando el bonachón de su suegro le había ofrecido, en una noche tardía, nombrarlo gerente de la empresa, y para sorpresa de él y de todo el entorno familiar, un mes más tarde cumplía su promesa. En ese mismo jardín se festejó el acontecimiento, recordó con un dejo de tristeza. Todos los invitados y toda la pompa de la celebración fueron insuficientes para alegrar el rostro de Emilia, que hacía una semana volvía a perder prematuramente su segundo embarazo.
Dirigió su mirada hacia la casa, y vio en la ventana de su habitación, una sombra estática y vigilante, sólo interrumpida de a momentos, por el suave balanceo de las cortinas. Seguramente, se dijo, tendría que acostumbrarse a ello.
Volvió a replantearse el día: su llegada después de una ardua reunión de directorio, en la que su opinión era diametralmente opuesta a la de su suegro, y el deseo imperioso de llegar a la casa. Deseo que se vería opacado con la recepción autómata y rutinaria del personal doméstico y la indiferencia de su siempre alicaída esposa. Sintió que ya no había otro lugar donde encontrar reposo ni contención. Pensó, no sin sorprenderse, de lo reciente de esta nueva situación; sólo horas lo separaban de ésa metamorfosis tan fantástica como inimaginada.
Se vio entrar en la habitación y encontrar a Emilia sollozando sobre la cama. No pudo resistirse a abrazarla e intentar una protección que ya no se sentía capaz de brindarle. Sin embargo no lo dudó, la abrazó y le susurró palabras de aliento junto a su oído. Conciente de que ni él ni ella lo creían espontáneo, lo siguió haciendo, con la certeza de saber que era parte del juego que los sustentaba a continuar.
Lo distrajo una luciérnaga que imprevistamente se posó sobre su muslo. No era habitual, para esa época del año la aparición de éstas, pero lo celebró con una nostálgica sonrisa. Era como la aparición de la luz, en una noche de abundante sombra.
Sus pensamientos regresaron rápidamente a la habitación. Se vio nuevamente sobre la cama, digiriendo los lamentos de su esposa vacua y lejana. Remembró la mutua ausencia de deseos, y la mustia sensación de hartazgo, de una Emilia poco amada y su propia e inescrupulosa ambición de progreso social, mal saciada. Ordenó un sinnúmero de recientes imágenes prematuramente envejecidas y decidió conservarlas como último recuerdo de ella. Y la vio tirada sobre la cama, con sus ojos casi inmóviles apuntando hacía arriba, sin ver ni percibir. Hinchados y rojizos, inundados en lágrimas y miserias, incapaces de concebir alguna imagen, rebosantes de oscuridad.
Un fugaz y repentino brillo de la luna sobre su anillo logró desviarlo de sus pensamientos. Por un momento trató de permanecer alejado de ellos; pero de inmediato regresó a aquellos abrazos, que se prolongaron por largos minutos, en los que el silencio imperó estruendoso. Emilia trató que el abrazo se convirtiera en beso, que él aceptó de forma casi involuntaria, o tal vez por concesión a una realidad que sabía ya el relicto de un pasado lejano. Al momento de darse cuenta de que ése beso significaba más lástima que deseo, se separó abruptamente de ella con un leve, pero significativo empujón.
Mientras observaba una vez más como la luna se escondía tras una nube grisácea y oscura, recordó como Emilia comenzaba a llorar con su rostro cubierto por ambas manos, mientras él mismo se incorporaba con un movimiento premeditado y veloz, quedando parado a los pies de ella.
Fue en ese momento cuando tomó coraje, recordó, y se dio la potestad de confesarle toda su verdad. Con tristeza y sin remordimiento le dijo lo que ella hacía tiempo sabía. El "ya no te quiero" sincero y largamente contenido resonó sin respuestas durante largo rato en la habitación fría. Ella, luego de dirigirle una mirada última, comenzaba a convertirse lentamente e inexorablemente en una sombra.
El no podía creer lo que estaba ocurriendo. Convulsionado, trató desesperadamente de tocarla, abrazarla o algo; pero ella ya era intangible y etérea. La sombra o Emilia, iba y venía por la habitación sin derrotero, casi sin ataduras, pero en cierta forma con una libertad nueva.
Recostado sobre la reposera, que al pasar del tiempo resultaba más fría, recordó sus últimos intentos de revertir la situación con palabras y promesas vagas. Todo fue inútil y vano. Luego de un largo rato de ver la sombra de Emilia deambular dentro de la habitación, se dio por vencido con una mezcla de espanto y conmoción.
Dirigió una vez más su mirada a la ventana de la habitación y vio como la sombra permanecía calma y sosegada sobre el alfeizar, justo cuando la tormenta se anunciaba feroz.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Fin de juego


Ahora, parado solitario frente a la puerta, sintió que el paso final estaba ahí, a menos de un metro por delante suyo.
El hombre había llegado a la última puerta. El proceso de alcanzar este punto culminante le había resultado arduo y tedioso. Aún recordaba, a modo de penosa búsqueda, todo el tiempo transcurrido desde el inicio del recorrido. Tampoco olvidaba los infranqueables obstáculos que había tenido que sortear, e incluso las veces que tuvo que volver atrás para comenzar un nuevo intento.
Imponente y de una impresionante fortaleza, la puerta era de color gris, totalmente sólida y construida en una sola pieza. No tenía visillo ni picaporte, ni ningún otro objeto que sobresaliera de su pulida superficie. El hombre se agachó y con sus manos trató de sentir si existía alguna corriente de aire proveniente del otro lado. Se agachó aún más, y con su cabeza contra el suelo quiso ver si alguna evidencia de luz se colaba entre la puerta y el piso. Nada, parecía totalmente hermética.
Al cruzar la puerta se encontraría con una enorme cantidad de cosas. Se imaginaba salir y sentirse invadido por las extraordinarias fragancias que emanaban de aquella cautivante pradera inundada de flores silvestres. Sintió el aroma penetrar invasivo en sus fosas nasales. Vio el lago, que se recostaba junto al verde, adornado por innumerables flamencos y cisnes. Vio el cielo diáfano, plagado de golondrinas que daban permiso al comienzo de la primavera. La suavidad del sol le iluminó el rostro, y sintió su tibieza sobre la espalda. Con agua fresca y cristalina del manantial, sació su sed acumulada. Pudo sentir y percibir todo lo que había imaginado. Finalmente, se imaginó plácido, recostado sobre el césped, mientras observaba unas pocas nubes que en forma lenta flotaban hacia el lago. Se dio vuelta y ya no vio la puerta, lo que lo hizo sentir más seguro.
De pronto, el ruido metálico de la cerradura, lo hizo volver a su realidad. La puerta, despaciosamente, comenzaba a abrirse en total silencio. La emoción y la ansiedad lo invadieron, mientras que su corazón parecía latir en forma desmesurada. Cerró los ojos y pensó que cuando los abriera estaría frente a aquella magnífica pradera del lago.
La puerta hizo un ruido seco y tosco, como indicando que había llegado a su tope. El hombre abrió sus ojos y con enorme asombro vio una pared de ladrillos que bloqueaba la salida. Sobre ella, una leyenda escrita con aerosol fluorescente: "Game Over".
Apoyé mi frente contra la pantalla y metí mi mano en el bolsillo. Al tiempo que el metal enfriaba mis dedos, las ganas de vomitar se me volvieron irrefrenables.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Cinco segundos


Apenas se dio cuenta de que bajaría del cielo en forma casi vertical, acomodó su cuerpo para recibirla. Gutiérrez sabía que si lograba pararla con el muslo, la podría amortiguar y dominarla rápidamente para dar un pase en profundidad sin que su rival pudiera obstruirlo.
El Serrucho Aguilera no pudo creer la forma inverosímil en que había quedado tirado en el piso. La reciente demostración de habilidad para dominar una pelota de aire lo hizo calcular mal y dar una ridícula pirueta, que lo dejó "pagando". Completamente desairado, oyó algunas risas provenientes del público cercano al alambrado. Con gran irritación, adivinó de inmediato que el griterío se volvería infernal cuando el puntero derecho tomase el pase en profundidad, bien pegado al lateral.
El clamor de las tribunas envalentonó al chiquito Sepúlveda. Recordó al instante la larga convalecencia de su última lesión y pensó en su novia, que lo estaría mirando desde la platea local. Empezó a correr junto a la raya unos instantes antes de que el pase partiese hacia él. Sin haber tocado aún la pelota, con un vistazo casi imperceptible pero efectivo, conoció al detalle la ubicación del resto de los jugadores. Se tranquilizó al no escuchar el silbato del árbitro, ya que por un momento había sospechado que podría encontrarse en posición adelantada.
El árbitro dudó, y su primera intención fue la de hacer sonar el silbato. Sin embargo, la maestría de la jugada y el hecho que el equipo local fuese en desventaja, lo hicieron cambiar de parecer. Continuó corriendo hacia adelante y pudo observar cómo la pelota era impulsada en forma de centro, que inequívocamente iba a ser cabeceada por el centrodelantero que ya se preparaba para recibirla.
Al momento de saltar a cabecear, Cacho Garisoldi comprendió que no se trataba de una jugada más. Él, que llevaba convertida una cantidad impresionante de goles, supo que era ése el momento de cimentar una historia larga y exitosa, o no. Midió la trayectoria de la pelota al mismo tiempo que se daba cuenta de lo importante de su decisión. Se convenció de que la conversión del gol sería bastante sencilla. Ya en el aire, la duda lo volvió a asaltar. Recordó la visita que había tenido en los vestuarios, y el color de aquellos billetes. Al momento de cabecear, fue también conciente de la mala ubicación del arquero rival.
El gato Herrera, guardavalla de larga experiencia, reconocería durante muchos años que su salida a cortar el centro había sido totalmente a destiempo. Desubicado junto al primer palo, había "regalado" involuntariamente todo el arco vacío para que la conversión resultase muy fácil. Escuchó el sonido del parietal derecho contra la pelota, un poco apagado por el estruendoso murmullo de los espectadores a su espalda. Con gran sorpresa vio como la pelota pasaba velozmente muy por encima del travesaño, un yerro muy difícil de explicar. En ese mismo momento se convenció de que los rumores que circulaban sobre la conducta del centrodelantero debían ser totalmente ciertos.

domingo, 26 de octubre de 2008

Lo oscuro de ahí


Llegué al bar atraído por esa inverosímil convocatoria que había leído en el diario del domingo. El aviso era pequeño y en página par, pero al descubrirlo me cautivó de inmediato. Se solicitaba la presencia de público entusiasta, para llevar a cabo un una suerte de experiencia colectiva.
Ese domingo el bar se veía interesante. Traté de llegar ni muy tarde ni muy temprano, como para sopesar el ambiente. Con cierta timidez abrí la puerta de cristal, e inmediatamente noté que la mayoría de las mesas estaba a medio llenar. Se había montado un escenario en el que sólo se podía ver, por el momento, un trípode que sostenía un importante micrófono en el sector central.
Preferí no sentarme muy adelante, para no ser tan partícipe, ni muy atrás como para no perderme nada, así que apunté al sector del medio. Allí, una cabellera rubia atrajo inmediatamente mi atención. Aparentando una fingida distracción, di una vuelta para observar con mayor detalle el rostro de aquella llamativa mujer. Era rubia y hermosa desde donde se la mirara, y para mi sorpresa, la silla a su derecha estaba libre.
Con un simple pedido de permiso me acomodé en el lugar, que quedaba junto a una especie de cortinado lateral. No hubo charla previa, más que las palabras de rigor. Los minutos anteriores al comienzo del evento me resultaron un suplicio: fue una lucha descomunal entre mis deseos de mirarla y mis pruritos de buenas maneras.
La entrada del coordinador significó una especie de alivio. Explicó con lujo de detalles el sentido de la experiencia. Sin embargo, la presencia de ella y algunas de sus miradas no dejaron de inquietarme. Esta situación desvió tanto mi atención que no logré entender en absoluto la explicación ni de la razón de la convocatoria. Yo sólo trataba de no enloquecer.
De repente, la luz se apagó.
Lo primero que llamó mi atención fue que nadie se alarmó. Se percibía una calma casi coordinada, quizás esperada, por lo que traté de proseguir al tono de la conducta de la concurrencia.
Al principio me asombró el sonido de las respiraciones de los asistentes, sentí que sonaban muchísimo más fuerte que con luz. Para no mencionar los carraspeos nerviosos que retumbaban de forma casi estrepitosa. A los pocos minutos pude notar algunas luces que se colaban por entre las ventanas, acompañadas invariablemente por sus propias sonoridades: una moto con su faro, un colectivo con su particular iluminación. Y otras veces, la ausencia total de luces y ruido que cautivaron fuertemente mis sentidos.
Me encontraba absorto entre esas sensaciones, cuando una mano interrumpió mi ciega contemplación. La mano venía desde la izquierda y no mostró ningún atisbo de timidez. Me tomó en un momento de distracción total, sumido en mis pensamientos sobre la experiencia de ausencia de luz. En silencio, dos manos tomaron mi cara y en forma simultanea nuestras copas fueron a dar al piso, causando un eco casi estruendoso. Le siguió un beso feroz, cobijado por el total anonimato de la negrura espesa, pero cargado de astucia y pasión ficticia. El marco de transgresión le agregaba al beso una indescriptible cuota de adrenalina y tentación. Me vi arrastrado voluntariamente hacia el cortinado, donde caímos casi rendidos ante los deseos de cada uno de nosotros. Las manos no encontraban destino fijo, mientras nuestras bocas no dejaban de buscar sitios nuevos. A su vez, implícitamente, divagamos en la condición tácita de no emitir el menor de los sonidos, lo que añadía una magia especial a nuestro momento. Cierres, cintos y botones se abrieron con el mayor de los sigilos. Y llegado el momento, la locura ya no tuvo contención ni límite.
La luz volvió con algunas palabras lejanas que nos tomaron por sorpresa. Las cortinas nos salvaron del ridículo pero no de ser el foco de atención de la concurrencia.
Todos me miraron con curiosidad cuando lentamente me senté junto a mi mesa. Todos la observaron, cuando elegantemente atravesó la puerta de cristal hacia la calle.
Ya en mi mesa me dí cuenta de su evidente ausencia. El paquete de cigarrillos vacío sobre la mesa resultó como un adiós sin despedida. Comprendí todo y todo comenzó a carecer de sentido. Hubiera dado mucho más que mi billetera perdida, por saber como se hacía para volver a encontrarla.

domingo, 5 de octubre de 2008

Con la guardia baja


Frente a la puerta adornada con un crespón negro, se arregló la vieja corbata oscura, suspiró de forma profunda y finalmente entró. Entró al velorio de la forma en que sólo lo puede hacer aquel que ya ha entrado a mil velorios: paso firme, gesto adusto y la mirada dirigida con exclusividad al féretro, que siempre se ubica en el extremo más alejado del salón.
Su entrada, con caminar decidido, siempre lograba atraer cierta atención, en especial la de los familiares más cercanos. Ellos, en lucha titánica con sus memorias, no lograban recordar al recién llegado, tan compungido y de evidente cercana relación con el difunto. Ante este leve pero repentino revuelo, que él tan bien conocía, se paraba solemne frente al cadáver, sacaba el pañuelo blanco, cuya punta asomaba elegantemente del bolsillo del saco, y de a poco comenzaba a sollozar. Eran estos minutos de tristeza fingida inicial los que le permitían hacerse el cuadro de situación: condición social, edad del finado, cantidad de familiares, calidad del ataúd, etc. Nada de lo que observaba le resultaba trivial, toda la información era absorbida con detallado interés. Sabía que para ése entonces, algún familiar, conmovido por su evidente dolor, se le acercaría con la intención de revelar su relación con el finado. Ése, era el momento crucial, o se superaba con hidalguía -y un poco de suerte- o la situación condenaba irremediablemente a una retirada lo más decente posible. Era en ése momento cuando toda la información adquirida en los escasos minutos previos debían proveerlo de una frase brillante, acertada, que tuviera la mayor posibilidad de resultar creíble.
Cuando con su mano derecha se había aferrado a las manos del muerto, una voz femenina y joven lo asaltó en el momento en que él calculó que debía ser abordado. Agradeció el anís, y con la copa pequeña entre sus dedos dio un par de pasos que lo alejaron del féretro. Sabía -o quería creer-que la joven lo acompañaría e intentaría comenzar alguna conversación. Ése momento sería la gran cosecha de la noche. Hablaría de su gran amigo del colegio, y a partir de allí, escucharía toda esa invalorable información que las circunstancias le brindasen. Sin embargo, las coronas del centro de egresados del secundario, del club Social y Deportivo y de los empleados de la estación de ferrocarril, le habían propinado un inmejorable obituario del difunto. Eligió el club porque al hombre se lo veía maduro, pero con una edad bien llevada, y hasta con un cierto aire deportivo. Arriesgó a preguntar si ella era la hija, y tuvo que contener una irresistible sonrisa de satisfacción cuando entre pucheros, la muchacha le contestó que "sí, que era la menor de las dos", mientras señalaba con el índice a su hermana mayor. Andaría por los veitimuchos o treintipocos, y el hecho de que no llevase alianza, ni que hubiese criatura alguna dando vueltas por el salón, le generaron una expectativa de interés, cuyo sabor le resultaba ya conocido. Le confesó que su padre solía hablarle de ella con infinito cariño y orgullo. Alabó al difunto dentro de los límites de lo creíble. Al ver que las primeras lágrimas comenzaban a surgir de sus ojos, comprendió que la noche había sido productiva al extremo.
Luego de la siempre incómoda presentación al resto de los deudos, quienes invariablemente desconocían su íntima pero bienvenida amistad, llegaba el momento del desenlace final. Logró apartarse del grupo de familiares sin que la hija menor dejase de estar a su lado. Allí su nombre, ocupación y situación financiera le llegaron sin mayor inconveniente.
Llegado el momento de la partida, la tomó de las manos y comenzó a despedirse. Se alegró al escuchar que ella le confesaba que la existencia de un amigo tan cercano -y desconocido hasta ése momento- a su padre la había sorprendido, y que deseaba volver a verlo.
El beso en la mejilla sobre la vereda húmeda, le dio la certeza de una futura victoria.
A veces era así. El lo llamaba "la ley de la guardia baja": en este tipo de situaciones, la gente no ofrecía resistencia y mostraba o daba lo que en otra oportunidad no hubiese ni siquiera sospechado
-Hoy había sido un seguro levante- pensó con satisfacción y recordó las ocasiones de cobrar deudas inexistentes, de obtener favores, o inclusive de gratificaciones a su persona a causa de esa -bien fingida- fidelidad a una amistad de años.
Las imágenes de los ojos de la hija menor no lo abandonaban; al tiempo que el colectivo lo acercaba a la pensión.

viernes, 26 de septiembre de 2008

A pique


El agobiante silencio de la tarde, finalmente, fue quebrado por una especie de queja de uno de los amigos.
-¡Che Fusa! ¿Estás seguro de que con hígado de carnada anda bien?
-Pero si, boludo, no ves que ya empiezan a aparecer burbujitas al lado de la tanza.
-Si, las veo- contestó desesperanzado Irusta- pero de pique ni que hablar ¿no?
-Bueno viejo, yo te lo advertí, que esto de la pesca era algo para pacientes.
-OK, no te jodo más con mis preguntas- replicó Irusta bajo el impiadoso sol de enero- pero insisto en que me parece que le erramos con la carnada.
-Bueno, pero vos tenés que ver las cosas desde un punto de vista más optimista- le aconsejó mientras volvía a tomar un trago de la botella de cerveza- mirá si no, que posición ganadora tenemos ante la vida.
-¿Ganadora de qué? ¿O te olvidás el motivo por el que estás acá? Casi de "vacaciones" te diría.
-Posición ganadora, te digo- agregó el Fusa con voz que denotaba algo de enojo -te digo nuestra posición frente a los pescaditos.
-¿Qué tiene que ver el pescadito?- volvió a preguntar Irusta casi sin entender de qué estaba hablando su amigo.
-¿Cómo que "que tiene que ver"?- respondió el Fusa mientras comenzaba a alzar su voz- ¿cómo que tiene que ver?- agregó de inmediato con algo de fastidio- Imaginate que fueras un pescadito y que para alimentarte a vos y a tu familia tuvieras que ir a robar ese pedazo de hígado que flota cincuenta centímetros debajo de la superficie del agua, y que lo sabés ajeno, y que a lo mejor, es de esas comidas que vienen con trampa y que el anzuelo te lleva al otro mundo.
-Mirá que pensás raro vos- dijo Irusta mientras se secaba la abundante transpiración que le corría por la frente.- Capaz que fue por esas boludeces que perdiste tu trabajo de trompetista en el cabarute aquel, en donde nos conocimos. Roshal Naits ¿no?
El Fusa no respondió. Se hizo un silencio forzado por los recuerdos de ambos y por viejas cuestiones nunca aclaradas del todo. El sonido del río acompasaba el ligero vaivén de las hojas de los sauces que crecían al borde de la playita de arena. Pese a que todo estaba en movimiento, la quietud de la tarde tornaba al ambiente vibrante y ajeno. El sol todo lo inundaba.
-Irusta- pronunció como anunciando una confesión- A lo mejor a vos siempre te quedó la duda, pero como buen amigo, nunca me lo preguntaste, y te lo agradezco hermano- terminó el Fusa ingresando a un silencio denso, que no fue interrumpido por el otro.
-Irusta querido- dijo mientras volteaba su cabeza ante su atento amigo- Yo fui uno de esos pescaditos.
-¿De que me hablás Fusa? ¿pescadito de qué?
-Yo fui uno de esos pescaditos, viejo- pronunció solemnemente mientras con su mano izquierda daba cortas palmadas en la espalda de su compañero.-Un pescadito que necesitaba comida, para él y para los suyos.
-...
-Y así fue como esa noche tomé coraje y fuí por la carnada. Mi última noche con la orquesta del "Royal Nights"- dijo el Fusa con la voz casi quebrada.
-¡No!- dijo sorpresivamente Irusta- ¿Entonces fuiste vos el que aquella noche....?
-Fui yo- sentenció el Fusa con gesto adusto.
-Y entonces toda esa historia que me contaste sobre tu estadía aquí ¿es puro verso?
-Puro verso.
A partir de ese momento ambos eligieron no mirarse ni pronunciar palabra por un largo rato. La tarde transcurría apacible pero a su vez inmersa en una tensión que sólo el paso de los minutos junto al fluir del río comenzaron a distender.
-Bueno...., entre vos y yo..., la verdad es que el turco ese era una mierda, y un poco se andaba buscando comerse un plomo.
-Ya no losé- reconoció con timidez el Fusa- antes pensaba como vos, pero ya no más.
-Bueno hermano- dijo Irusta con voz que pretendía mostrar cierto entusiasmo- en dos semanas más ya nadie se acuerda, y te tomás el piro de esta isla de mierda.
El Fusa no respondió. Su mirada se perdía en la salvaje vegetación de la costa de enfrente.
-¡Che boludo! ¡prestá más atención!, ¿no ves como se hunde tu corchito? seguro que hay algo grande que está picando- dijo el Fusa mientras su rostro se debatía entre ocultar una lágrima y un nuevo trago de cerveza caliente.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Reencuentro a secas


No era una casa cualquiera, tampoco lo era el motivo de su visita. No se dejó impresionar por el tamaño de la mansión ni por el lejano recuerdo de aquella mujer. Sin embargo, sintió como el envoltorio del ramo de flores comenzaba a humedecerse al contacto con la palma de su mano.
Tocó el timbre exactamente cinco minutos después de la hora acordada.
Al momento que comenzó a escuchar pasos que se acercaban, mil imágenes se le atropellaron en la memoria: su rostro, los domingos en misa, su impetuosa relación y el involuntario final vilmente orquestado a instancias de "insalvables" diferencias sociales. Se cuestionó si sería capaz de distinguir su rostro. Se respondió que sí, pero no podía imaginarlo.
El llamado lo había dejado perplejo. Cuando al responder el teléfono le comunicó quién era, él no tuvo mejor respuesta que preguntar "¿Qué Valeria?", aunque lo había sabido desde el primer momento en que escuchó su voz. Necesitó sentarse y hubiera dado cualquier cosa por liberarse de ése inesperado nudo en la garganta. Hablaron por un largo rato, a veces interrumpidos por dificultosos silencios, a veces ensombrecidos por insalvables recuerdos. Aceptó de mucho agrado la invitación. Durante los dos últimos días no había podido pensar en otra cosa. Se imaginó la cena de mil maneras, y se propuso evitar cualquier tipo de recriminación sobre lo ocurrido en el pasado. Había decidido no comentarle todo lo que la había recordado. Sin embargo, se sentía ávido de escucharla, de volver a mirarla a los ojos, mientras le contaba sobre su vida durante este largo tiempo. Se sintió como el adolescente que era al momento de conocerla, con esa rara sensación en el estómago que jamás volvería a experimentar después de la ruptura.
Notó que la corbata lo ahogaba y le impedía respirar, aunque tenía plena certeza de que la causa de su sofocación era otra. El perfume de los jazmines lo tranquilizaba mientras la puerta, aún cerrada, lo desafiaba a huir. Oyó el último de los pasos antes de que el sonido de las llaves comenzaran a accionar la cerradura. Pensó una vez más, en que debía mostrar una imagen calma y mundana, mientras observaba como el picaporte giraba lentamente. La puerta al abrirse, dejó ver al principio sólo una penumbra gris que paulatinamente se transformaba en imagen.
Fue como una embestida brutal, como una bofetada infame, que lo enmudeció. El sordo sonido del ramo al caer al piso contrastó con esa añorada sonrisa, que al tomarlo de sus manos le dijo: "te estaba esperando, la cena está lista", al tiempo que el crucifijo de plata se balanceaba a la altura de sus pechos, por sobre el inmaculado hábito.

domingo, 7 de septiembre de 2008

El lago del ocaso (1/5)


I- TORRESI

Era un pueblo tranquilo. Pocas veces se había producido antes alguna alteración del bucólico orden montañés. Estos pocos y rápidamente olvidados incidentes, habían sido en todos los casos originados por turistas. Altercados menores, objetos perdidos y hasta algunas riñas causadas por amoríos pasajeros, solían dar pincelazos de color a la calma y paz que parecía emanar del lago. El Inspector Torresi, recordaba aún el escándalo producido por aquella pareja, que habiendo partido de regreso, había olvidado a su pequeña hija en el hotel. El recuerdo le hizo esbozar una sonrisa, la que mudó prontamente a gesto de preocupación al recordar el caso que lo había llevado a la orilla del lago.
Torresi, cincuentón y jovial, era uno de los más renombrados miembros de las fuerzas vivas de Kara Lauquen. El pueblo, cuyo nombre en idioma mapuche significaba "poblado del lago", había experimentado un gran crecimiento los últimos veinte años, debido a la afluencia de un turismo ávido de naturaleza vírgen en los confines andinos del sur. Hacía ya una década y media se había conformado la unidad de policía rural, en especial para combatir los casos de abigeato y contrabando de ganado en la zona. Con el paso del tiempo y el crecimiento de la comunidad, Torresi se había convertido en jefe del departamento, con el beneplácito de gran parte de la comunidad.
Parado junto a la costa del lago, en una lucha desigual contra el viento, anotaba en su libreta toda la escena con la que se había encontrado hacía minutos. Esa mañana lo despertó el teléfono. Recién comenzaba a clarear, cuando la voz del agente de guardia le informaba del cuerpo encontrado sobre la playa del lago.
Miró la lona que cubría el cadáver y sintió un repentino escalofrío recorrerle su espalda. La hermosa muchacha que yacía a su lado debía andar por la edad de su hija, pensó con amargura. La joven turista mostraba un gran golpe en su cabeza. Todavía no estaban en condiciones de saber si el golpe había sido un hecho casual o no. Sin embargo estaba claro que había sido producido por esa pesada rama de sauce, que se encontraba a un metro del cuerpo. Los rastros de sangre sobre uno de los nudos de la madera no dejaban la mínima duda al respecto. Los guijarros que conformaban la angosta playa no eran una superficie donde las huellas de las pisadas se pudieran marcar. Por lo demás, no encontró rastros de ningún tipo que pudieran revelar la presencia de algún otro ser, al momento del impacto.
Los elementos personales que la joven llevaba consigo, no habían proporcionado muchos datos, con excepción de la máquina de fotos, que ya había sido enviada al laboratorio para investigar su contenido. Al parecer había salido de su cabaña con la intención de dar un corto paseo a la orilla de lago, le había comentado la encargada del lugar, mientras esperaban la orden judicial para investigar la cabaña en que se había alojado.
La jóven había llegado a Kara Lauquen el día anterior. Se alojaba en una de las cabañas que si bien están un poco alejadas del pueblo, se ubican a escasos cien metros del lago, en uno de los lugares más hermosos de la costa. Agustina, tal era su nombre, tenía veinticuatro años y era oriunda de la capital. Por los libros y el instrumental fotográfico que había llevado, parecía dedicarse al estudio y la observación de aves.
Los esfuerzos por contactarse con familiares o allegados de la joven, había sido infructuosos hasta el momento. No se había encontrado ningún teléfono celular, y en la computadora personal que estaba sobre la cama, no se había logrado aún encontrar algún documento relacionado con su vida privada. El número telefónico que había dado al registrarse correspondía a la Facultad de Ciencias Biológicas de la capital, donde ya estaban intentando hallar su nombre en los registros de estudiantes.
Al mediodía, le acercaron un sobre color madera con las fotos reveladas. No eran muchas, al perecer el rollo había sido recién cargado. Las tres primeras eran fotos típicamente turísticas: en una se mostraba la cabaña que habitaba mientras que en las otras dos había tomas del pequeño puerto que se encontraba en las cercanías. Sin embargo la cuarta foto, mostraba una escena poco clara y algo movida, muy distinta a las anteriores. Observando los negativos, constató que se trataba de la última foto, seguramente la última de su corta vida, se dijo para sí.
El inspector Torresi tuvo el presentimiento que la respuesta a todas las incógnitas del caso se encontraban en esa imagen. Separó esa foto y la sostuvo entre sus manos. Se sentó confortablemente, apoyó sus pies, aun con barro de la playa, sobre su escritorio y comenzó a escudriñar los detalles. Incluso, reconoció para sí, podía oír el solemne silencio de las horas del ocaso, sólo acompañado por el ligero oleaje costero. Intuyó que había una brisa fresca, sólo acompañada por el delicado e incitante perfume del bosque que parecía emanar de entre sus manos. Como primera conclusión, observó, la foto había sido sacada desde el mismo lugar en dónde fue hallado el cuerpo. Podía identificar los dos árboles a contraluz que emergen de la playa, justo en el sector izquierdo de la imagen. Por las sombras, llegó a la conclusión que seguramente había sido disparada en momentos del prolongado ocaso de los veranos, probablemente a las 7:00 u 8:00 horas. Identificó las lomas pardas y redondeadas en el sector derecho, al fondo del lago. No le quedaban dudas, era la zona de Punta Mojada, totalmente bañada por el sol. En el centro, si bien algo borroso, se podía identificar al Cristo, que ubicado sobre un promontorio rocoso, había sido inaugurado hacía poco, con la visita del obispo de la capital provincial. Lo intrigó el sector oscuro del rincón inferior izquierdo de la imagen. Creyó ver allí tal vez un animal, tal vez un ser humano, o quizás sólo una sombra, pero evidentemente aún no podía reconocer a ciencia cierta a ese "algo". La foto parecía haber sido sacada en movimiento, pero un movimiento curvo, como si la máquina al momento de obturar estuviera siendo rotada o sacudida. Tenía la casi certeza de que ese movimiento estaba íntimamente ligado a la causa del deceso de la joven.
Pese a que en ese preciso instante hubiese querido seguir con la evaluación de las posibles causas del hecho, no pudo continuar: su esposa lo llamaba por teléfono para indicarle que la comida ya estaba lista.
Caminó las dos cuadras que lo separaban de su casa sin dejar de pensar en la foto y en Agustina.

El lago del ocaso (2/5)

II- AGUSTINA

Agustina no se podía explicar a sí misma muchas cosas. Algunas más trascendentes, otras más triviales, pero este viaje, por el contrario, tenía para ella varias explicaciones. En primer lugar, planeaba realizar el viaje de campo de su tesis de licenciatura sobre el habitat de piedemonte andino y las aves de migración estacional. En segundo lugar, alejarse de Mariano, con quién había terminado una intensa relación a causa de su constante inclinación por seducir a sus amigas. Y en tercer lugar, porque nunca pudo perdonar a sus padres haberla dejado olvidada en este pueblo hacía quince años atrás. Con esa carga de futuro, presente y pasado, respiró el fresco aire andino plena de emoción, al descender del micro en la simpática estación terminal del pueblo.
Sus reservas vía internet habían funcionado a la perfección. La señora a cargo del lugar la esperaba con el hogar de la cabaña despidiendo dorados aromas de fuego y fragancias de madera. Apenas hubo quedado sola, se sentó en el sofá para solamente deleitarse con las luces y el sonido de las chispas que ocupaban todo su universo. Por un momento imaginó que no necesitaba nada más para ser feliz.
Miró el reloj. Todavía faltaba más de una hora para la cita con él. Tendría tiempo de darse un baño y cambiarse. Cuando se estaba agachando para levantar su mochila, sonó su celular. Vio que era su madre la que llamaba y su rostro cambió de semblante repentinamente. Contestó a regañadientes, y le comunicó que había llegado bien y que por favor, no la estuviera llamando a cada rato, que ya era grande y no se sentía bien con el constante seguimiento que le mostraban tanto ella como su padre.
Antes de entrar en la ducha volvió a mirar su reloj. La ansiedad por conocerlo y lo inminente del encuentro, la habían puesto nerviosa. Las cinco; todavía tenía suficiente tiempo, pensó con cierto alivio.
Se bañó mientras que a través de una pequeña ventana espiaba el lago, que se adivinaba al fondo del bosque. Los rayos del sol, y la brisa que hacía ondular las ramas, le imprimían al panorama un dinámica incesante, de luces y sombras que se entrecruzaban sin solución de continuidad. Pudo percibir la presencia de abundantes aves, algunas permanentes, y otras migratorias, que eran las que, justamente, la habían hecho decidir el tema de su estudio. En el momento que desvió su vista para cerrar las canillas, creyó ver una silueta cruzar por debajo de la pequeña ventana. Se puso en puntas de pies, con la intención de observar con más detalle el exterior, pero no pudo reconocer nada que no estuviera acorde con aquel paisaje extraordinario.
En ese mismo instante volvió a llamar su celular. Salió mojada de la ducha, pero cuando notó que era una llamada de Mariano, dejó que su teléfono continúe sonando sin respuesta.
Regresó a la ducha con un dejo de mal humor. Esa llamada, o intento de llamada, la había hecho recordar todos esos momentos de desdicha y frustración con su anterior pareja. Sin embargo, el solo pensamiento de la pronta llegada de él, le cambió el humor.
Terminó de ducharse con tranquilidad. Se vistió con aquel pantalón y aquella blusa, que hacía largo rato había decidido ponerse después de varias indecisiones. Notó que su pelo aún estaba algo húmedo y tomó una toalla para terminar de secarlo.
En ese momento, puntualmente, golpearon la puerta.

El lago del ocaso (3/5)

III- GOITÍA

Goitía. Siempre lo habían llamado así. El Ignacio ya sólo estaba reservado para planillas y formularios burocráticos. Él era simplemente Goitía el guardaparques.
Hacía ya diez años que se encontraba en la zona de Kara Lauquen, comisionado para todas las labores relacionadas con el sector de la Reserva Natural que incluía tanto las zonas de serranías y bosques como las del lago. Disfrutaba de su trabajo, pero los veranos eran en especial agotadores: turistas que preguntaban cosas inverosímiles, niños que mostraban total desaprensión hacia la naturaleza o adolescentes irresponsables haciendo fuego en zonas de alto riesgo. Extrañaba las apacibles jornadas fuera de temporada, cuando utilizaba su tiempo en tareas mucho más redituables para el cuidado de la reserva. Pero este verano se presentaba un tanto diferente. Había recibido en agosto, una propuesta de la universidad para acompañar, en calidad de especialista en flora y fauna de la zona, a una estudiante universitaria en su trabajo final sobre aves de migración estacional. Recibió la oferta de buena gana, y una vez que los contactos con la estudiante, para programar la campaña, comenzaron a hacerse más asiduos, su entusiasmo y empeño se incrementaron sobremanera.
Agustina, la joven que vendría de campaña durante el verano, sonaba simpática y jovial al teléfono. Muy pronto las conversaciones, se fueron alejando de los temas estrictamente de trabajo y la relación comenzaba a tomar un camino más ligado a lo personal.
Goitía ya había buscado datos de Agustina por internet, y no sin sorpresa, se había encontrado con fotos de ella que la mostraban en una secuencia de actividades de campo. Su belleza lo había impactado.
Para el día de la llegada de Agustina al pueblo, Goitía ya tenía preparado todas las rutas hacía las zonas donde ella había puesto su interés prioritario. Tenía los mapas confeccionados, las zonas de campamento elegidas, y tanto la canoa, como los equipos de comunicaciones ya habían sido revisados exhaustivamente.
Calculó con detalle el tiempo para presentarse en la cabaña. No sólo su uniforme estaba limpio y planchado, sino que sus botas relucientes y su rostro recién afeitado hablaban de la dedicación y expectativas que el encuentro le producía al joven guardaparques.
Finalmente golpeó la puerta de la cabaña. Agustina lo recibió mientras aun se secaba sus cabellos rubios con un gran toalla. No hizo falta que se dijeran algo, sus ojos se entrecruzaron de tal forma que no les cupo duda de que el reloj ya había sido puesto en movimiento. El beso en la mejilla, le quemó los labios. Se sintió demasiado torpe como para decir cualquier formalidad y prefirió permanecer callado.
-Bueno, encantada de conocerte. Finalmente, Goitía.- dijo Agustina mientras sus mejillas, impúdicamente, iban aumentando de color.
Ella le propuso preparar unos mates, cosa que fue bien recibida por Goitía con la única condición de que fuesen amargos, aunque no se animó a explicar el porqué.
Al cabo de unos minutos, y con los mapas desplegados, en parte sobre la mesa y en parte sobre el suelo, la invitó a ir a dar una vuelta por las cercanías.
Ella tomó su cámara de fotos y la cargó con una película nueva. Hizo el primer disparo con la cabaña de fondo, a modo de verificar si la película estaba bien sujeta al carrete.
La tarde caía apacible. Le dijo que podían pasar por el pequeño puerto que se encontraba en un recodo del lago. Allí, disminuida entre otras embarcaciones de mayor porte, flotaba la canoa que usarían para desplazarse a la zona de trabajo. Rieron un poco por la humildad de la misma y bromearon respecto a la posibilidad de utilizar alguno de los lujosos cruceros que derrochaban un inusitado confort.
Agustina buscó no quedar a contraluz y obturó dos veces la panorámica del puerto con el solitario lago de fondo. Le confesó que no esperaba tan marcada ausencia de gente, teniendo en cuenta lo benévolo del tiempo y el hecho de estar en plena temporada alta. Goitía le comentó que eso era habitual los días de sol, cuando los turistas se volcaban a realizar las excursiones más prolongadas, y que ya vería como en dos horas más, el pueblo sería un hervidero de veraneantes que regresaban con sus rostros colorados del sol y con un cansancio descomunal.
Siguieron caminando por la estrecha playa donde le contó sobre el Cristo recién construido. Finalmente, llegaron al otro extremo de la costa, donde se sentaron a la sombra de unos imponentes sauces.
Si bien la compañía de Agustina le resultaba muy agradable, Goitía no dejaba de percibir una extraña sensación de que los estaban siguiendo y espiando. Sentado sobre los guijarros de la playa, giraba su cabeza a uno y otro lado con la intención de descubrir si su pálpito era cierto, o era sólo producto del extraño sentimiento de estar de paseo con una muchacha que lo comenzaba a deslumbrar.
De pronto, una imprevista brisa comenzó a soplar. La sensación de frescura los hizo sentir más distendidos. Agustina tomó su cámara y trató de captar en una imagen lo cautivante del momento en ese lugar tan especial. Justo en el momento en que se disponía a disparar, escucharon un fuerte crujido que provenía desde encima de sus cabezas. Ya sin tiempo para escapar advirtieron que una enorme rama caía desde gran altura sobre ellos, inexorablemente.
Goitía salió casi ileso, salvo algún rasguño superficial, nada le impidió incorporarse. Su rostro se desencajó cuando comprendió que la suerte de Agustina no había sido la misma. Creyó enloquecer al verla con su cráneo casi desecho. La tomó de sus hombros e imploró con bruscas sacudidas que todo eso no fuese real.
Sus gritos desesperados ennegrecieron de impotencia el luminoso atardecer.

El lago del ocaso (4/5)

IV- MARIANO

Mariano no podía aceptar que aquel mal entendido con la amiga de Agustina, haya hecho concluir una relación de tanto tiempo con ella; para peor, tan poco antes de su viaje de campo. Intentó aceptar esa separación con un sinnúmero de actividades y relacionándose con una cantidad aún mayor de mujeres. Nada le facilitó olvidarla.
De nada valieron sus intenciones de acercarse a ella en el bar de la facultad, ni sus ofrecimientos de ayuda para el planeamiento de su viaje de campo. Sólo encontraba negativas, actitudes de rechazo y disgusto ante su insistencia.
A un mes de la ruptura, tomó la decisión de viajar a Kara Lauquen. El paisaje apacible y la distancia a los apuros de la ciudad, pensó, podrían actuar como un bálsamo renovador a esa relación que aún le hacía perder la cabeza. Se dijo convencido, que efectivamente, lo mejor sería darle una sorpresa.
Viajó en un ómnibus que llegaría dos horas más tarde que el de ella. Eso le daría tiempo a dejar que Agustina se estableciera en su alojamiento. Igualmente, poco antes de llegar a la cabaña, la llamó a su celular. Sólo obtuvo la respuesta de una grabación que lo invitaba a dejar un mensaje. Confuso, cortó la comunicación con un sentimiento de desaire personal.
Al acercarse a la cabaña vio con claridad un torbellino de vapor escapar por la pequeña ventana de lo que debería ser el cuarto de baño. Se deslizó por debajo tratando de no ser visto y se alejó algunos metros. Luego de unos minutos de permanecer sentado sobre una roca, se planteó su propia conducta: sintió pena y un dejo de lástima por su situación y su comportamiento casi demencial. Tomó su rostro entre las manos y permaneció así hasta que el sonido de unos pasos interrumpieron sus razonamientos más íntimos. Se trataba de un guardaparques, que decididamente se dirigía hacia la cabaña de Agustina.
Vio la cabellera de ella envuelta en una toalla y la sonrisa de él al momento en que ambos desaparecían poco antes de que la puerta se cerrara.
Aguardó inmerso en un in crescendo de nervios y excitación. Esperaba no sabía qué. Sin embargo, después de una hora pudo ver como ambos salían de la cabaña con dirección al lago, hacia lo que parecía ser una especie de puerto. En un principio no supo dónde ocultarse, por lo que decidió dirigirse sigilosamente hacia la saliente rocosa que hacía de límite del sector de embarcaciones. Decidió que aquel monumental Cristo que miraba hacia los confines del lago podría protegerlo de las miradas de ambos. Acurrucado tras la colosal escultura, pudo verlos reír y caminar a lo largo de las instalaciones del puerto, mientras Agustina sacaba fotos de algunas embarcaciones.
Cuando se alejaron caminando por la playa, sus pasos llegaron a acercarse a una distancia tan intimidatoria que se echó sobre el piso por detrás del monumento. El sonido de los pasos al alejarse le recompusieron el aliento y lo relajaron al menos un poco. Pronto se dio coraje para volver a espiarlos. Estaban sentados sobre la playa, debajo de aquellos añosos árboles. La constante vigilancia del guardaparques, que dirigía su mirada una y otra vez a lo largo de toda la costa le imprimió temor, y se dejó permanecer oculto por un tiempo más prolongado.
Cuando finalmente se animó a asomar su mirada nuevamente, no pudo creer lo que sus ojos estaban viendo. El bestial guardaparques zamarreaba a su Agustina, cuya cabeza estaba impregnada en sangre. No vio nada más. Salió corriendo de su circunstancial escondite, y al cabo de unos pocos segundos, se encontró al lado de la escena: él gritando y tomando por los hombros el cuerpo inerte de ella. Su rostro hermoso desfigurado e irreconocible. Los gritos del guardaparques no cesaron ni cuando le puso sus manos sobre los hombros. Tampoco cuando lo empujó con violencia. No, sus enormes manos no dejaban de agitar lo poco que quedaba de su Agustina.
Allí decidió tomar esa piedra del tamaño de un puño, y estrellarla sobre la nuca del joven uniformado.
Sólo así, él la dejó en paz.

El lago del ocaso (5/5)

V- TORRESI

El asunto de la muerte de la joven no le permitió dormir. Durante la noche, se dirigió en repetidas oportunidades al cuarto de su hija. El verla dormir a través del vano de la puerta lo tranquilizaba, al menos temporalmente.
Cuando al fin pudo conciliar el sueño, el teléfono volvió a llamar a un horario totalmente inusual. Se vistió de prisa.
Al llegar a la estación se encontró con noticias que no podían haber sido peores: pescadores, en la zona de Punta Mojada, habían encontrado la chaqueta del Guardaparques Goitía flotando sobre las aguas del lago. Su tristeza fue demoledora. Su querido amigo Goitía, ese gran muchacho, por el que más de una vez había albergado esperanzas de una eventual relación con su hija, estaba desaparecido. El pronóstico no se presentaba nada alentador.
Rápidamente se organizaron patrullas de búsqueda, tanto por el lago como por el bosque, que partieron de inmediato para realizar rastreos.
El hallazgo del cuerpo de Goitía, fue posterior a la declaración de aquel joven desesperado y sollozante, que se presentó en la estación imprevistamente, promediando aquella luminosa mañana.

FIN

martes, 2 de septiembre de 2008

Espera de sala


Ese olor asquea. No voy a lograr olvidarlo en mi vida. Es como cuando se abre un tarro de gasa y sale ese olor, salvo que huele aún peor, una especie de mezcla con sangre, que gotea y se reseca en una repugnante negrura. Y cuando uno empieza a acostumbrarse a lo nauseabundo, empiezan a aparecer los ruidos. Desde afuera las interminables sirenas y gritos de los camilleros pidiendo lugar. Los camilleros y las camillas, con sus chirridos y sus quejidos, lamentos y sollozos. De todos. De pacientes y acompañantes. Y cuando todo este horror comienza a parecer normal, me doy cuenta del policía, que está sentado a mi lado, y tiene en su bolsillo la llave de las esposas que aprisionan mis manos.
Recién después de un rato, trajeron la camilla del hombre. Entró chorreando sangre, y la sábana con que lo tapaban sólo dejaba ver algo rojo y encarnado por sobre encima de sus hombros. El policía, con un ademán, me indicó que era él.
Yo venía manejando despacio, por la fila lenta. Cuando quise darme cuenta ya lo tenía debajo de las ruedas. Igualmente pisé el freno hasta el fondo, y fue eso lo que me hizo golpear la boca contra el volante. No estoy mal, pero al principio sangré mucho, yo también. Pero es que el tipo salió disparado desde los coches estacionados, corriendo, fue imposible evitar el accidente. Al abrir la puerta vi de inmediato su mano inmóvil aparecer desde abajo de la chata. Unos metros más adelante, estaba el revólver.
Mi golpe no es muy grave, seguramente voy a tener que esperar un poco a que me atiendan, pero no me importa. Sueño con el futuro.
Una banda había robado un banco, y a la salida los siguió la policía. Uno de ellos corrió solo para el otro lado, hasta que lo atropellé.
Me dice el cana que yo salgo rápido, fija. Me confesó que será casi un trámite. Y que no pudieron todavía encontrar el tercer maletín con dinero del robo. Que ya recuperaron dos, y que el que falta tenía trescientos mil dólares.
Me están llamando por el apellido. El agente se para y me hace caminar hacia el fondo del pasillo
Mientras camino hacia el consultorio, me cruzo nuevamente con la camilla. Ya no chorrea sangre, y la sábana tapa al cuerpo por completo.
El médico tiene un guardapolvo blanco e inmaculado. Parece como de un mundo ajeno a este infierno de hediondez, sangre y dolor. Me pregunta de qué me sonrío.
Una nueva sirena aturde la guardia, y ya presiento las próximas corridas y gritos.
Acostado bajo esa luz focalizada, la aguja resplandece de fulgores antes de insertarse en mi labio. Cuento mentalmente los puntos de sutura, casi con felicidad.
No sé si estoy sonriendo, sólo pienso en el compartimiento, casi imperceptible, en el respaldo del asiento de la chata.

domingo, 17 de agosto de 2008

Sine qua non


Braulio era de esa clase de tipos que la vida los había pasado por encima. Hacía rato ya que había doblado el codo y se encontraba en el tobogán vertiginoso de los años, que de forma impiadosa sólo lo veían caer más y más bajo. Contaba con una pobrísima jubilación producto de malos y nunca duraderos trabajos aquí y allá. Su rutina había sido un desorden total, hasta el día del descubrimiento, que le había hecho dar un giro imprevisto en sus expectativas de futuro.
Fue un domingo, que a simple vista hubiera resultado un domingo más. Sin embargo, ése día Braulio había acertado la tercera carrera de Palermo, con un matungo que de tan mala trayectoria, había pagado un dividendo muy elevado. Mucho dinero de una vez, como para que pase desapercibido, pensó Braulio. Detalladamente rememoró todo lo que había realizado ése día antes de salir para el hipódromo. Recordó que se había levantado un poco tarde y que se había vestido a las apuradas. No dejó de reparar en el hecho que cruzó a la churrería “Tres Hermanos” y desayunó de parado tres churros. Luego comprobó, no sin sorpresa, que su acierto había sucedido en la tercera carrera y que el caballo en cuestión llevaba el número tres.
Si bien Braulio, había juntado todas estas coincidencias con bastantes expectativas, su personalidad de tipo pesimista, le impedía creer que el hecho no había sido algo enteramente fortuito. Sin embargo, esperó al domingo siguiente con cierta excitación. Ése día se levantó tarde, pese a haberse despertado casi de madrugada. Se comió los tres churros en el local de enfrente, partió al hipódromo y apostó una suma bastante considerable al número tres de la tercera carrera. Los caballos habían cruzado el disco en forma muy pareja, por lo que el fallo demoró más que lo habitual. Cuando la pizarra mostró ganador a su caballo por un hocico, Braulio quedó absorto. Tenía conciencia que su estado de conmoción no estaba relacionado a la cantidad de dinero que había ganado, sino a la impresión de que estaba ante las puertas de un gran descubrimiento, el que probablemente le cambiase la vida.
Pasaron las semanas y Braulio pudo constatar que el resultado era infalible. Comenzó a llevar una vida sin sobresaltos, y a planear un futuro sin los sinsabores a los que estaba acostumbrado.
Aquel domingo de la tragedia, había amanecido lluvioso. Braulio comenzó a levantarse pensando que habría “cancha pesada”, lo que siempre ante la incertidumbre de las desempeños de los caballos, significaba mayores dividendos. Se vistió, salió de su casa y al cruzar la calle vio con desesperación el cartel que mostraba la puerta de la churrería: “cerrado por duelo”. Braulio tocó el timbre no sin un gran sentimiento de terror y la impresión de que algo había cambiado para siempre. Lo atendió la viuda. Entre otros comentarios sobre los últimos momentos del difunto, le contó que su esposo era el último de los hermanos fundadores de la churrería. A los hijos no les interesaba el negocio. Y le comentó esto último señalando el cartel de venta con su mano temblorosa de dolor y nostalgia.
La ceremonia del imprevisto pésame lo había puesto de mal humor. Se dirigió a una panadería cercana y pidió su rutinaria porción de tres churros. Ése día en la tercera carrera ganó una hermosísima yegua cuyo número era el ocho.
Se levantó el lunes con la firme intención de conocer las condiciones de venta del local. Para su gran decepción, ya había sido reservado, y según habían dejado saber los nuevos dueños, instalarían allí una perfumería. Fue entonces cuando, casi sin preguntar el precio, compró la máquina de hacer churros.
Instaló la churrera en la habitación del fondo y sacó de su bolsillo las anotaciones de la receta que con mucho detalle le había contado la viuda de enfrente. Luego de haber comprado los ingredientes, se dispuso a hacer su primera fabricación de churros.
Hacer funcionar la máquina fue todo un problema. Apenas la puso en funcionamiento saltaron los fusibles, y preparar una instalación acorde al consumo de la churrera le hizo perder bastante tiempo. Con el paso de los días pudo empezar a fabricar los primeros churros. La calidad fue mejorando de a poco. Al final ya no chorreaban tanto aceite, pero a su vez no estaban tan secos para que el azúcar no quede pegado sobre ellos.
El domingo, ya tenía todo listo. Tomó tres churros, y por una cuestión de cumplir los requisitos con la mayor exactitud posible, fue a comerlos junto a la puerta de la ex churrería.
Ése día ganó el número cuatro.
La desesperación de Braulio ya no tenía límites. Sabía el procedimiento inefable para ganar en las carreras, pero la inoportuna muerte del idiota de Ferreira, le había hecho que ya no pueda realizar más la totalidad de los procedimientos previstos. Llegó a la triste conclusión que lo que le estaba faltando era la mano de Ferreira, esa mano sapiente y experimentada que le daba a los churros ese toque particular que los convertía en la parte infaltable, ése paso sine qua non del proceso total.
Pasó el sábado tirado sobre la cama. Sus ojos abiertos y distantes eran sólo un adorno de su impostergable plan. El domingo, en lugar de ir al hipódromo partió temprano al cementerio de la Chacarita.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Desde el fondo del bolsillo


Tomó su lapicera fuente más preciada y verificó que el depósito de tinta estuviera lleno. Hizo unos garabatos sobre el papel a efectos de comprobar su buen funcionamiento y se dio por satisfecho.
La carta debería ser tan especial como la emoción que lo llevaba a escribirla.
No tuvo necesidad de cerrar los ojos para evocar su imagen, que decididamente lo intimó a volcar sobre el papel todos sus sentimientos.
Comenzó de la forma clásica, aunque el "querida" tenía para él un significado por demás profundo.
Le contaba que pensaba a menudo en ella y le reconoció que solía espiarla en los recreos, cuando ella compraba el sandwich y la gaseosa en el kiosco del patio. Le confesó que le producía cierto escozor, cuando ella se sentaba junto a él en su pupitre, para corregirle una composición o algún problema. O cuando pronunciaba su nombre al llamarlo al pizarrón.
Casi sobre los renglones finales recordó la imagen que no lo dejaba en paz. No había sido más que un gesto, rápido y casi imperceptible. Esa mirada, con un innegable ademán de complicidad, entre ella y el Director, el viernes en la sala de música. Eso lo había irritado de una forma que aún no alcanzaba a comprender.
Hizo un bollo con la carta, y con bronca la tiró al papelero. Rescató un chicle del bolsillo de su pantalón y se fue corriendo mientras pensaba si los chicos ya habrían llegado a la plaza.

jueves, 24 de julio de 2008

Orejas


No bien abro los ojos cada mañana, mis manos se dirigen hacia las orejas. Acomodo mi cabeza sobre la almohada de tal forma que pueda mirar el cielorraso. Con el índice y el pulgar de cada mano comienzo a palpar los lóbulos. Luego continúo por la zona curva, rebordeada, cartilaginosa del pabellón externo y llego al punto más cercano a la coronilla. Completo el recorrido con ambos dedos mayores. Me examino esa zona turbulenta y convoluta, que rodea al orificio auditivo y casi lo envuelve.
Como en estos momentos estoy medio dormido, mis inspecciones y mensuras son sólo cualitativas. Si bien confirman la tendencia que se me manifiesta desde hace un tiempo, sólo cuando me pare frente al espejo del baño, sabré con precisión cuantos milímetros han crecido desde la última noche.
Si bien la gente nada me dice al respecto, yo sé que lo perciben. Noto perfectamente las risitas y miraditas de las chicas de la oficina cuando me ven con mi nuevo sombrero de alas anchas y caídas. Pero no voy a entrar en su juego: con ellas sólo buenos días y buenas tardes. O el turro de Gómez el portero. Ese sí que la disfruta cuando me ve con las dos vueltas de bufanda por el cuello.
Sólo hablo del tema con mi primo Carmelo. Él me dice que está todo bien, que hasta quizás sea una ventaja: que a veces siento los pasos de las hormigas o que escucho los ruidos del interior de mi mesa de luz.
Nadie sabe del padecimiento de ponerse una polera; o la epopeya de girar en la cama; o de los días de viento cuando las orejas se me ponen a flamear como girasoles.
Aunque lo peor son las noches. El crujir de los tejidos cartilaginosos al estirarse, que retumban en mi cabeza, y seguramente en la habitación y en el edificio y en el barrio...

viernes, 11 de julio de 2008

El vestido rojo


Ni bien abrió la puerta de su departamento, un deseo impostergable de comenzar el fin de semana lo asaltó. Se quitó los zapatos, dejó el maletín sobre la silla e inmediatamente se dirigió a la cocina. De la forma habitual, tomó un hielo del congelador y lo puso en su vaso preferido. Lo llenó con whisky, aunque cuando ya se disponía a tapar la botella, sirvió esa porción extra que se permitía cuando el cansancio acumulado era demasiado, además, pensó, era viernes.
Con el vaso en la mano pasó junto al equipo de música y puso a sonar aquel compilado de blues que le gustaba escuchar en los momentos de relax. Abrió la puerta del balcón, y sintió con satisfacción esa tibia brisa de primavera, que tanto le agradaba recibir sobre el rostro. Se sentó y puso sus pies descalzos sobre la baranda. El cielo, despejado en gran medida, se preparaba para el espectáculo del ocaso, la hora en que los objetos se despiden de la luz y los sentidos se preparan para ser testigos de esa magia. Tomó un trago y reconoció el amigable sabor de la bebida recorrer su garganta. Pensó en lo fatigosa que había sido la jornada y tuvo la sensación de que el día, en la práctica, ya había concluido. Sólo después de unos minutos se daría cuenta de lo equivocado de su apreciación.
El balcón no era muy alto, sólo tres pisos lo separaban de la calle, pero la abundancia de casas bajas le permitían tener una vista panorámica muy poco común en ese sector de la ciudad. Además, la calle, al no tener salida, era de una tranquilidad inusual.
Le llamó la atención una mujer totalmente vestida de rojo, que se aproximaba por la vereda de enfrente, con un caminar muy sensual. Pese a la distancia, se podía advertir un rostro atractivo y una figura muy llamativa. A mitad de cuadra, justo enfrente a su balcón, ella se detuvo y abrió su cartera. Sacó una libreta y pareció constatar una dirección. De inmediato se acercó a la puerta y pulsó el botón del timbre. La casa a la que se dirigía la mujer, no le resultaba anónima. Varias veces se había fijado en ella, ya que la joven pareja que la habitaba, poseía un llamativo y lujoso coche deportivo, que estacionaban en la calle. Además, como para capturar la atención de cualquier espectador, era habitual que no cerrasen las cortinas de la habitación. Esto hacía que se pudiera observar, a veces, los pies de la pareja sobre el extremo visible de la cama. Era, pensaba él, como en el film: una verdadera ventana indiscreta.
Se abrió la puerta y observó la silueta de la joven rubia que con un beso y una sonrisa daba la bienvenida a la visita de rojo. Entraron y la puerta se cerró cuando ya el horizonte se vestía de rosa y púrpura. Mientras observaba los últimos segundos de vida de su hielo en el fondo del vaso, notó que se encendía la luz de la ventana. Al principio fue sólo la luz, sin nada que anunciara lo que iba a suceder no más tarde que unos pocos minutos. Las sombras que se percibieron luego, tampoco le llamaron la atención. Pero cuando observó, las prendas de vestir de color rojo depositadas en el piso, ya no pudo quitar su mirada de esa ventana.
Por momentos, vio como dos pares de pies, aparecían y desaparecían del extremo de la cama. Una mano casi al pasar y unos cabellos rubios, asomando apenas al campo visual, lo encontraron con su vaso totalmente vacío. Recorrió los pasos que lo separaban de la cocina con un apuro casi desmedido. Llenó su vaso nuevamente y se apresuró a volver a su puesto de vigía. Ya de noche, sólo la tenue luz de la ventana y los cuatro pies entrelazados y vibrantes, le dieron la nueva bienvenida a su balcón.
Con sobresalto notó que por la esquina se aproximaba lentamente el lujoso auto deportivo rojo. Los pensamientos lo arrasaron. Sintió una oleada de adrenalina que lo inmovilizó. Gestó para sí la imagen del marido que entra a su casa y encuentra la escena con la mujer de rojo. Imaginó violencia, sólo verbal al principio, gritos y llantos, amenazas y acusaciones. Se sintió inhabilitado moralmente de no impedir lo peor. Se sintió culpable y hasta cómplice de desatar una escena, de delatar el crimen. Se paró impetuosamente, y decidido a prevenir el fatídico e inevitable desenlace, se dirigió a la calle. Bajó las escaleras casi corriendo y trató de recobrar el aliento cuando el vecino se disponía a cerrar el auto.
-¡Buenas noches!- dijo en un tono medio agitado y con la incertidumbre de no saber como continuar. El muchacho le retribuyó el saludo con gesto de curiosidad, acelerando su propio proceso mental que le dijera si conocía o no a esta persona. Le pareció una cara conocida del barrio, pero no registraba ningún detalle adicional de este individuo que comenzaba a hablarle de su auto y hacerle preguntas sobre el mismo.
-No, no está en venta- respondió secamente. Era evidente que el tipo no sabía nada de autos, y que sus preguntas se dilataban en un sin número de vueltas inconexas, para repetirse y perderse en laberintos de palabras que jamás encontrarían un sentido.
El joven quiso terminar la charla, que ya presentaba visos de inverosimilitud, y dijo
-Bueno, muchas gracias por su interés- con la esperanza de que ese "bueno" prolongado y sereno, actuase como una invitación a concluir la conversación y despedirse. No logró su objetivo.
El hombre, comenzó a percibir que nada había hecho para alertar a la joven rubia, sino tan sólo postergar el momento del encuentro, por lo que comenzó a mostrarse molesto consigo mismo. Nada hacía percibir que desde adentro de la casa se hubieran anoticiado de la llegada del joven.
Casi desesperado y sin saber como continuar, en un acto impulsivo pasó su brazo derecho por el hombro del muchacho, y a modo confidente le dijo:
-Mirá, sé que esto te parecerá una especie de desubicación, pero si no te lo digo ahora, quizás no tenga oportunidad de pedírtelo en otro momento- le dijo en el instante en que las primeras gotas de sudor empezaban a brotar sobre su frente.
-Este auto me vuelve loco- le dijo a modo de declaración, y la idea ya comenzaba a tomar forma en la cabeza del hombre.
-Bueno- dijo el joven -ahora sí que me deja con la intriga. ¿Que es lo que me quería pedir? en una de esas puedo complacerlo- le dijo ya con la certeza de estar decidido a hacer cualquier cosa para despedir al hombre y finalmente entrar en su casa.
-OK, te voy a ser franco y voy a ir al grano- le dijo soltando el hombro del muchacho y mirándolo de frente.
-Siempre quise saber como es la sensación cuando uno se sienta frente al volante de esta joyita. Quizás te parezca que es una locura, pero te estaría inmensamente agradecido si me dejás sentar por un instante en tu auto y tomar el volante- le dijo con total conciencia de lo ridículo de su pedido. Por un momento se replanteó toda esta locura de jugar al Robin Hood barrial para evitar que se descubra la infidelidad de la rubia. La imagen del vestido rojo en el piso a los pies de la cama lo tranquilizó momentáneamente. Esos pies gozosos, vibrantes y entrelazados bien valían ser preservados y protegidos.
-No hay problema hombre. Me lo hubiera dicho desde un principio- exclamó el joven dirigiéndose a la puerta delantera del auto con la llave en su mano.
-Yo también, más de una vez, tuve de esos deseos. Venga, suba, que no hay ningún problema.
El hombre lo miró a los ojos y agradeció su gesto y en especial su comprensión. Entró al auto demorando el momento. Sabía que cuanto más dilatase la entrada del joven a la casa, más posibilidades de que desde adentro se dieran cuenta de la situación.
El auto olía a lavanda, su estado era impecable. El tablero, los asientos y los comandos le hicieron sentir que estaba a bordo de una nave del futuro.
El hombre sacó su mano del volante, con lentitud la llevó al costado y accionó con total alevosía la bocina del vehículo. Había llegado a la conclusión de que la joven rubia debería reconocer la bocina de su propio auto estacionado frente a la puerta de su casa.
-¿¡Qué hace hombre!? ¿¡Qué hace!? ¡déjese de joder con tanto ruido!, parece un chiquilín.
El hombre dio vuelta su cara, y con una sonrisa de niño travieso, lo miró de frente y le confesó:
-Siempre quise hacer esto- dijo como implorando comprensión.
-Disculpame y muchas gracias por tu amabilidad- pronunció mientras se bajaba del auto y observaba como el joven un poco molesto, cerraba con llave la puerta.
-Muchas gracias- repitió con alegría.
Después de una rápida pero casi torpe despedida el joven se dirigió a la puerta de su casa, en tanto que él se apresuró a regresar a su departamento. Se sentía contento por su propia acción. No dudaba de que los sonidos de la bocina hubieran alertado a la rubia. Calculaba, que aunque un poco escaso, el margen de tiempo había sido el suficiente para arreglar las apariencias de la situación.
Llegó al tercer piso, y sin dilaciones se dirigió al balcón. Enorme fue su sorpresa al observar en el extremo de la cama el par de pies entrelazados quietos y laxos. Pensó que su intento había sido en vano, que las mujeres con seguridad se habían dormido, y que no habían podido escuchar la bocina del auto. Sintió con tristeza que el final se aproximaba inexorablemente. Se sentó sin dejar de dirigir su mirada a la ventana.
Cuando los desnudos pies masculinos pisaron el vestido rojo, quedó perplejo.
Fue a la cocina por una nueva recarga de whisky y al retornar encontró a los seis pies fundidos en una incesante caricia que comenzaba a tornarse frenética fricción.
La noche fue larga y la temperatura descendió bastante esa noche en el balcón. Casi con la salida del sol, el vestido rojo emprendió su regreso. El auto del mismo color, contrastaba con los árboles que comenzaban a florecer.

lunes, 7 de julio de 2008

Juegos de a dos


Un caballero jugaba a las damas con una dama.
Se ubicaban frente a frente, separados por una pequeña mesa.
Después de analizar minuciosamente su próxima jugada, él levantó su mirada y dirigiéndola a los ojos de ella le preguntó:
-Vos, ¿te dejás comer?
Ella, obedeciendo a siglos de educación oscura y moralinas de damas, le respondió sin bacilar y en forma casi automática, con una negativa rotunda.
Él se levantó parsimoniosamente, juntó las fichas, plegó el tablero y guardó todo dentro del estuche.
-¡Muy bien!- dijo -de ahora en más, sólo jugaremos a los caballeros.
Y cerró la puerta tras de sí.

viernes, 27 de junio de 2008

Agradecimiento












Buenos Aires, 10 de junio de 2008

Querida Profesora:

Muchas veces pienso en lo injusto que son nuestros recuerdos para con nosotros mismos. Su persona es uno de los recuerdos más lindos que tengo del colegio secundario, llevo presente su cara con bastante precisión, sus palabras y conversaciones, pero no logro recordar su nombre.
Pero no le escribía para comentarle esto, sino para agradecerle. Agradecerle que aquella tarde de cuarto año de bachillerato, Ud. me haya abierto la puerta. Y yo pasé, al principio por la obligación de cumplir con aquel trabajo práctico de su materia, pero casi de inmediato me di cuenta de que había entrado en el lugar más fantástico que había conocido en mis jóvenes 16 años. Enseguida supe que no me iría nunca más.
Recordará Ud. que el trabajo práctico consistía en leer algo así como 100 páginas de "Cien años de soledad" y hacer un ejercicio de análisis del texto. Calculé que el trabajo me iba a llevar gran parte del fin de semana, por lo que mi primera reacción fue de fastidio. ¡Cuan errado estaba! Como yo le comenté a los pocos días: "me devoré" literalmente la totalidad del libro. Me fasciné de tal forma que hice un trabajo práctico imponente, con "árbol genealógico" incluido, lo que casi me valió para aprobar totalmente su materia.
Y la fascinación por la lectura continuó durante los siguientes meses de ese año: "Los premios" de Cortázar, "Crónicas reales" de Mujica Láinez, "El túnel" de Sábato, entre otros.
Quiso la fortuna, que Ud. también tuviese la cátedra de literatura en quinto año. Después de las vacaciones le comenté que me había pasado todo el verano entre "La ciudad y los perros", "El coronel no tiene quién le escriba", "Todos los fuegos, el fuego" y "Pedro Páramo", que Ud., sabiamente me había recomendado.
Todavía tengo grabado en mi memoria, su gesto de sorpresa, cuando le comenté que había decidido entrar en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Y sus apesadumbradas palabras de desilusión: "seguramente, las letras se van a perder un gran autor" todavía resuenan entre mis recuerdos.
Debo confesarle también, que si bien una vez egresado, no extrañé para nada el secundario, a nuestras charlas sobre literatura, las comencé a añorar muy rapidamente.
La abraza con afecto

Claudio S.
4°4° y 5°4°
Colegio Nacional Nro. 6 Manuel Belgrano

sábado, 7 de junio de 2008

Arácnidos


Durante lo que les restó de vida y hasta sus últimos instantes, las palabras de aquella gitana no dejaron de perseguirlos.
Todo había comenzado una tarde de domingo de aquel inolvidable verano. Ricardo y Carla hacían su primera salida desde que vivían juntos. Habían ido a visitar la feria de atracciones que hacía unas semanas se había instalado en la ciudad. La tarde había sido maravillosa, se entretuvieron con la montaña rusa y el tren fantasma, y pudieron demostrar sus habilidades en los juegos de tiro al blanco y lanzamiento de pelotas para derribar latas. La tarde se iba convirtiendo en noche, y la temperatura se tornaba muy agradable, cuando decidieron dar por terminado el paseo. Se dirigieron a la salida del predio llevando consigo aquel gigantesco oso peluche como trofeo.
Ricardo había conocido a Carla en el tren. Cuando consiguió aquel trabajo en un comercio del centro comenzó a tomar el que pasaba a las 7:02 por aquella estación de suburbio de la gran ciudad. Desde el primer día notó su presencia en la estación. Siempre sola, se paraba junto a un farol del andén para aprovechar la luz y poder continuar la lectura de su libro. Con el transcurso de los días, ya Ricardo esperaba su presencia y hasta se preocupaba los días en que ella no acudía a esa cotidiana cita de desconocidos. Durante semanas no encontró Ricardo la forma de entablar una conversación que pareciera casual, o al menos no forzada. Sin embargo, él había percibido algunas miradas que le hacían creer, que ella empezaba a notar su diaria presencia. Hasta que un día, de forma totalmente casual -eso quiso creer Ricardo-, Carla trastabilló en el andén dejando escapar el libro de sus manos. Al agacharse a tomar el libro, no pudo Ricardo dejar de notar que se trataba de una novela de Kundera .
-¡No! ¿a vos también te gusta?- le preguntó tímidamente poniendo su dedo índice sobre el nombre del autor. De allí en más no pararon de hablar durante todo el trayecto. Ese mismo día, se encontraron en un café del centro después del horario de trabajo. Intercambiaron vivencias, historias y teléfonos. Se despidieron tarde, con la certeza de estar inmersos en una gran atracción recíproca. El tren diario, tomarla de la mano, y aquel beso primero, fueron el corto camino a un amor tan pasional como inesperado.
Se podía decir que se habían estado esperando mutuamente. Casi agazapados ante la vida, al conocerse, se lanzaron el uno hacia el otro en forma tan natural como espontánea, como si supieran que el otro era a quién estaban esperando.
Los últimos meses, habían comenzado a hablar de convivir. Si bien, hasta allí, todo era ideal entre ellos, interiormente se preguntaban cómo sería traspasar el gran abismo que separa una relación de dos domicilios a una bajo el mismo techo. Era un tema que los mantenía en charlas interminables, que invariablemente culminaban sin la menor conclusión.
-Hay que darle para adelante, y ponerle el pecho a la vida- decía Ricardo ante una más moderada Carla que con dulzura le repetía:
-¡No! es una construcción diaria, que se hace con amor y comprensión.
Y fue así como ese domingo al encaminarse hacia la salida de la feria, se encontraron con la gitana que les ofreció leerles el destino. Ricardo quiso seguir caminando sin siquiera contestar a la oferta, pero Carla pensó que era una buena oportunidad para que les dijeran lo venturoso que se veía el recién comenzado futuro en común. Con una simple mirada convenció a su compañero. La gitana tenía ojos muy grandes y abiertos, que pese a su tamaño, parecían no pestañear jamás. Con tono serio, y con total falta de simpatía, los invitó a ingresar en la carpa donde atendía al público. Carla y Ricardo entraron de la mano y se sentaron frente a la gitana. En el lugar abundaban todos los clásicos objetos del mundo de la quiromancia: barajas, inciensos, una esfera de vidrio y hasta un gran búho embalsamado. A pedido de la gitana, Carla y Ricardo le extendieron sus manos derechas y desconcertados escucharon a la gitana recitar unas cadenciosas letanías en un idioma desconocido. Al culminar esta ceremonia, la gitana abrió sus ojos y ante la luz de una vela comenzó a escudriñar el destino escrito en las manos de la pareja. Al cabo de unos segundos, la cara de la gitana se tornó alterada y sorprendida, con un rápido movimiento tomó con sus manos las de ellos y las juntó, cerrándolas entre las suyas. Este gesto no programado, que al parecer no era parte de la rutina de la adivinación, tomó por sorpresa a los novios que preguntaron casi al unísono que era lo que estaba sucediendo.
-¡Lo he visto, lo he visto!- decía la gitana sin parar de repetir esa inquietante frase.
-¡Por favor! ¡díganos qué es lo que ha visto!- le pidió Carla casi implorando. Al principio, la gitana se sumió en un profundo silencio y su cara se tornó desencajada. Se paró de repente, tomó un gran crucifijo entre sus manos y con gesto solemne y aterrador les dijo:
-La señora de negro, vestida de araña, los va a encontrar muy pronto-.
Totalmente sorprendidos y atemorizados por las palabras que acababan de escuchar, Carla y Ricardo se pararon y comenzaron a retirarse, como si de esa forma pudieran terminar con esta situación que parecía una broma de mal gusto. Ya a unos metros de la carpa, escucharon a la gitana que a los gritos les pedía que esperasen un momento. Con un gesto alterado, que parecía haberla hecho envejecer años, les entregó un par de monedas de plata, pidiéndoles por favor que no las separen nunca, que quizás esto los ayudara a superar el destino escrito en las palmas de sus manos.
Caminaron horas sin decirse palabra. Llegaron tarde y no cenaron. Ya en la cama, fue Ricardo el que habló primero.
-Me imagino que no creerás en absoluto lo que nos dijo- masculló con pretendida despreocupación.
-No, creer no creo, pero te confieso que esto me ha dado un miedo que nunca antes había sentido- susurró Carla sin mirarlo.
-Por las dudas, puse las dos monedas en la cajita del aparador- le dijo a modo de buenas noches.
Durante horas permanecieron acostados en silencio. Ambos con sus miradas clavadas en el cielorraso a oscuras, cada uno siendo conciente de la incómoda vigilia del otro.
Un grito aterrador hizo que Ricardo se despierte sobresaltado y aturdido esa mañana. Encontró al instante a Carla parada en el rincón opuesto de la habitación, cubierta por una sábana, llorando de espanto, con su vista y su dedo índice apuntando hacia arriba. La enorme araña negra que había horrorizado a Carla, se movía lentamente por el cielorraso. De un repentino salto, Ricardo subió a la cama y con una almohada aprisionó a la araña. Con su puño golpeó con furia la almohada, justo en el sector donde calculaba que se encontraba su presa. Finalmente, llevó la almohada plegada al baño, y ambos constataron que el animal se encontraba muerto. Al apretar el botón del inodoro, vieron como el remolino de agua se lo llevaba.
Dominados por la creencia popular de que las arañas andan siempre de a dos, ese día no fueron a trabajar. Comenzaron por las alacenas de la cocina, continuaron por los taparrollos de las ventanas, siguieron por los roperos, y cuando vieron que lo único que les faltaba era buscar dentro de los sillones y el colchón de la cama, se sentaron en el piso y se miraron sin poder entender toda esa frenética búsqueda. Optaron por hacer cierto orden y colocar veneno y cebos por toda la casa.
Pasaron la noche en un hotel. Tuvieron una larga conversación en la que trataron de explicarse este enloquecimiento que los había invadido desde su encuentro con la gitana. Tomaron la decisión de ir al día siguiente a la feria y ver que podían averiguar con esa señora. Fuese cual fuese el resultado de la charla, se comprometieron a tomarse unos días de vacaciones en forma inmediata. Este estado de alteración en el que se veían sumergidos, bien podía estar aumentado por la intensidad en la que habían vivido las últimas semanas.
-Si, lo mejor sería tomarse unos días, lejos de la ciudad, y olvidar toda esta pesadilla- acordaron ambos.
Fue una gran decepción, la mañana siguiente, cuando llegaron al predio donde había estado instalada la feria tan sólo dos días antes. Ahora, ya no había ni rastros de la misma. Preguntaron a los vecinos quienes creían haber escuchado que se habían trasladado al Uruguay. Hicieron como si la noticia no los hubiese afectado y decidieron comenzar de inmediato con las planeadas vacaciones.
Habían tomado la decisión de ir a un lugar en donde no hubiese arañas. Para ello visitaron la biblioteca del museo entomológico donde pudieron investigar, que la altura, y los climas muy áridos y secos no eran favorables para el desarrollo de los arácnidos. Fue así como, con el trasbordo del ómnibus en la ciudad de Mendoza, arribaron a Uspallata dos días después.
Se alojaron en el Gran Hotel, una hermosa edificación que si bien había tenido sus días de esplendor en la década del cincuenta, aún se mantenía en buena forma: un hotel limpio y bien atendido. Pudieron descansar y disfrutar de distendidos paseos bajo el colosal marco de Los Andes y sus celestísimos cielos. No dejaron de preguntar a toda persona de la zona sobre la presencia de arañas, y se tranquilizaron con todas y cada una de las respuestas:
-No, en esta zona no hay arañas-.
Esa mañana, el día se presentaba diáfano y claro como ninguno. Tenían programado salir temprano para aprovechar el último día de su estadía en la montaña. Se dirigieron a desayunar, y se sentaron en una mesa central del salón señorial, que prontamente iría a llenarse de turistas apurados y ruidosos.
Al principio percibieron algo extraño, pero creyeron que sólo había sido una rara sensación. A los pocos segundos, el temblor estalló con toda su intensidad y fuerza. Nunca antes habían estado en un terremoto, y el furioso movimiento los tomó por sorpresa. Carla no podía levantarse de su silla, y Ricardo, con gran dificultad, pudo llegar hacia ella ayudándose con sus rodillas. La tomó de la cintura, la llevó hacia él y la abrazó contra el suelo. Todo era ruido, miedo e interminables sacudidas. A través del polvo que empezaba a invadir el ambiente, Carla y Ricardo vieron como desde el techo del salón se desprendía y caía hacia ellos la gigantesca araña de caireles negros, orgullo del hotel.
Los encontraron abrazados y sin vida.