martes, 2 de septiembre de 2008

Espera de sala


Ese olor asquea. No voy a lograr olvidarlo en mi vida. Es como cuando se abre un tarro de gasa y sale ese olor, salvo que huele aún peor, una especie de mezcla con sangre, que gotea y se reseca en una repugnante negrura. Y cuando uno empieza a acostumbrarse a lo nauseabundo, empiezan a aparecer los ruidos. Desde afuera las interminables sirenas y gritos de los camilleros pidiendo lugar. Los camilleros y las camillas, con sus chirridos y sus quejidos, lamentos y sollozos. De todos. De pacientes y acompañantes. Y cuando todo este horror comienza a parecer normal, me doy cuenta del policía, que está sentado a mi lado, y tiene en su bolsillo la llave de las esposas que aprisionan mis manos.
Recién después de un rato, trajeron la camilla del hombre. Entró chorreando sangre, y la sábana con que lo tapaban sólo dejaba ver algo rojo y encarnado por sobre encima de sus hombros. El policía, con un ademán, me indicó que era él.
Yo venía manejando despacio, por la fila lenta. Cuando quise darme cuenta ya lo tenía debajo de las ruedas. Igualmente pisé el freno hasta el fondo, y fue eso lo que me hizo golpear la boca contra el volante. No estoy mal, pero al principio sangré mucho, yo también. Pero es que el tipo salió disparado desde los coches estacionados, corriendo, fue imposible evitar el accidente. Al abrir la puerta vi de inmediato su mano inmóvil aparecer desde abajo de la chata. Unos metros más adelante, estaba el revólver.
Mi golpe no es muy grave, seguramente voy a tener que esperar un poco a que me atiendan, pero no me importa. Sueño con el futuro.
Una banda había robado un banco, y a la salida los siguió la policía. Uno de ellos corrió solo para el otro lado, hasta que lo atropellé.
Me dice el cana que yo salgo rápido, fija. Me confesó que será casi un trámite. Y que no pudieron todavía encontrar el tercer maletín con dinero del robo. Que ya recuperaron dos, y que el que falta tenía trescientos mil dólares.
Me están llamando por el apellido. El agente se para y me hace caminar hacia el fondo del pasillo
Mientras camino hacia el consultorio, me cruzo nuevamente con la camilla. Ya no chorrea sangre, y la sábana tapa al cuerpo por completo.
El médico tiene un guardapolvo blanco e inmaculado. Parece como de un mundo ajeno a este infierno de hediondez, sangre y dolor. Me pregunta de qué me sonrío.
Una nueva sirena aturde la guardia, y ya presiento las próximas corridas y gritos.
Acostado bajo esa luz focalizada, la aguja resplandece de fulgores antes de insertarse en mi labio. Cuento mentalmente los puntos de sutura, casi con felicidad.
No sé si estoy sonriendo, sólo pienso en el compartimiento, casi imperceptible, en el respaldo del asiento de la chata.

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