sábado, 19 de abril de 2008

Escaleras abajo


El día que se mudaron a aquella casa, Eduardo se paró en el dintel de la puerta de entrada junto a su hija y, mientras la miraba a los ojos, le dijo: “casa nueva, vida nueva”.
El último año había sido muy duro. El accidente de María lo enfrentó crudamente a una realidad para la que no se sentía preparado. El pasaje repentino de matrimonio feliz a viudo melancólico y triste le había opacado la vida.
Le tomó unos meses a Eduardo darse cuenta de lo irreversible de la situación y de las necesidades de Malena, que ahora, sin madre, requería todo el cariño y atención de él.
“Hay que volver a aprender todo”, pensó Eduardo, y creyó que una vida sosegada y calma lo acercaría más a su hija. Tomó así la decisión de abandonar el centro de la ciudad y comprar esa casa aislada junto al bosque, que siempre lo había atraído. No sin razón, pensó que la cercanía a la naturaleza y alejarse de las urgencias y apuros de la ciudad iban a fortalecer el vínculo con su hija.
La casa era la sensación de los arquitectos jóvenes de la ciudad. Sus líneas rectas, el blanco etéreo y su volumen integrado al bosque vecino le daban a la construcción el aspecto de una delicada volatilidad y, a su vez, de una fortaleza de una naturaleza fértil y fecunda. Si bien se encontraba un poco alejada de los suburbios, el rápido acceso con vehículo le daba a Eduardo la tranquilidad de saber que en pocos minutos alcanzaba cualquier punto de la ciudad, en caso de necesidad.
Rápidamente, se adecuaron a la nueva vida. Eduardo organizó sus actividades de manera tal que se superpusieran con los horarios escolares de Malena. Salían juntos de mañana y regresaban del mismo modo al atardecer. Pronto descubrieron que el living, en parte integrado a la cocina, era el lugar preferido de ambos. Un espacio totalmente blanco, amplio, con una iluminación diurna proveniente del gran ventanal que miraba al bosque, lo que le daba al ambiente un clima muy acogedor.
La rutina les hacía una buena pasada. Al regresar a la casa, casi diariamente, ambos disfrutaban sentarse junto a la gran mesa del living y jugar al dado. Inútil le había resultado hasta ahora a Eduardo intentar explicarle a una niña de cuatro años el juego de la generala, por lo que habían inventado el juego del único dado. Era sencillo: tiraban el dado una vez cada uno y Eduardo sumaba hasta que el ganador llegaba a cien. Así pasaban largos momentos, ya que la alegría de Malena, en esos momentos de tirar el dado, le daba a Eduardo la certeza de que estaba haciendo bien las cosas. Por ahora, el mundo de mayor regocijo de su hija giraba en torno de esa mesa, en la que reían y jugaban en torno al dado solitario.
Uno de los recuerdos que conservaban de María era una radio bastante destartalada que ella amaba. Aunque le faltaban algunas perillas, la radio funcionaba correctamente y, como tenía un contenido afectivo tan fuerte, Eduardo nunca fue capaz de reemplazarla.
El verano de ese año fue muy caluroso. Frecuentemente, debía interrumpir esos ratos de juego con su hija para ir al sótano a regular la intensidad del aire acondicionado.
Siempre le había llamado la atención ese sótano, tan planificado, con todas sus maquinarias relucientes y una tecnología sin escatimar gastos. Sin embargo, el hecho de que la puerta de entrada sólo tuviese acceso por medio de un picaporte exterior, le había hecho reflexionar al respecto. Ante tanta tecnología, el tener que poner un listón de madera entre la puerta y su marco para impedir que la puerta se cerrara sin la posibilidad de abrirla desde adentro, le parecía no sólo un anacronismo, sino también un enorme error de planificación.
–Un día de estos –se dijo para sí una vez más–, voy a tener que instalar un picaporte en esta puerta.
Ese día comenzaron a jugar temprano. Prendieron la radio y, como siempre, la pusieron sobre la mesa. Malena estaba en uno de esos días en los que el dado sólo mostraba el número seis, sacando gran ventaja sobre Eduardo. Después de un rato, el calor se estaba haciendo casi insoportable. Decidió interrumpir el partido para bajar al sótano y aumentar la regulación del aire acondicionado. Le dijo a Malena que lo esperase.
Bajó las escaleras y se encontró frente a la puerta del sótano. Eduardo la abrió, casi rutinariamente, y puso el listón de madera. Al cabo de una simple inspección, se dio cuenta de que la falta de refrigeración era causada por la pérdida de agua de una manguera. Abrió el cajón de las herramientas y comenzó a reparar la avería.
Ante la tardanza, Malena tomó la radio y se dirigió hacia el sótano.
Eduardo comenzó a escuchar los sonidos de la radio cada vez más cercanos.
Agachado, tratando de reparar la manguera, vio a través de la puerta entreabierta a su hija bajar las escaleras con la radio en su mano derecha y el cubilete en la otra.
De pronto, y ante su impotencia, Malena trastabilló y cayó escaleras abajo. Eduardo la vio desplomarse sobre el piso, el aparato rebotó escalón tras escalón. Como si fuese una ironía del destino, vio cómo la radio aterrizaba sobre el listón de madera. La puerta se cerró instantáneamente.
Tardó Eduardo algunos minutos en tomar conciencia de la situación. La imposibilidad de abrir la puerta desde el interior del sótano lo desquició. Su hija, afuera, seguramente lastimada, y él ignorando la gravedad de su estado. La radio, a un volumen altísimo, le impedía escuchar cualquier signo de vida de Malena.
Se dio cuenta del paso del tiempo cuando la radio, lentamente, acusó el desgaste de sus pilas. Lo último que creyó escuchar fue el resultado de la lotería nacional.
El dado, junto a la manguera reparada, marcaba un seis.

1 comentario:

Perla dijo...

Magnífica descripción. Se puede sentir como si uno mismo lo estuviera viviendo. Me encantó la imagen del dado.
No debe ser fácil incursionar en este tipo de género y mantener el suspenso hasta el final.
Felicitaciones.