jueves, 3 de diciembre de 2009

Insólito episodio de hombre con pijama bordó



Los besos de la maga aún le ardían en los labios cuando abrió la puerta de su casa a oscuras. No quiso, ni tampoco necesitó encender la luz. El reflejo pálido de la luna llena, ocupaba cada espacio del living vacío. La agradable penumbra lo acompañó hasta que se echó en la cama y de dispuso a dormir. La jornada había sido larga y llena de emociones.
Dio vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. La imagen de ella y el placentero recuerdo de sus besos no lo abandonaron. Miró el reloj varias veces, pudiendo medir de esa forma las horas que aún podría aprovechar a dormir, si era que el sueño en algún momento le llegaba. No se sentía cansado, muy por el contrario, una sensación de placidez lo envolvía por completo.
El agrio sonido del despertador no lo sobresaltó. Después de toda una noche de insomnio, ya deseaba que la hora de levantarse llegase aliviadora. Pasó el día pensando en ella. Ni siquiera se asombró cuando después del almuerzo no sintió esa especie de modorra que lo atacaba diariamente, luego de un rato de estar sentado en su escritorio.
Durante la segunda noche sin dormir un pensamiento amenazador lo comenzó a preocupar, sin embargo el solo recuerdo de aquellos labios mágicos le hicieron reposar en tranquilidad, sin pegar un ojo.
Al día siguiente la llamó por teléfono. La esperó en la esquina de su casa.
A la semana sin poder dormir, le mandó un telegrama.
Al mes, comenzó a pegar cartelitos con su búsqueda en los alrededores de su barrio y de su trabajo.
Ya no le importaba no dormir. Después de todo no se sentía cansado, y últimamente aprovechaba el tiempo nocturno en adelantar trabajo para su oficina, lo que le había significado un aumento considerable de sueldo por su mejora en la producción de tareas burocráticas. Mucho no le importó; era la búsqueda de ella y el deseo de nuevos besos lo único que motorizaba su voluntad.
A los tres meses vendió la cama. Le ocupaba espacio y ya no tenía ningún sentido su presencia en aquel cuarto. La almohada se la dio al gato, para el total desconcierto del animal, que más de una vez había sido castigado por haberse acostado sobre ella. Al pijama bordó, lo clavó con chinches a la pared, para que le recordara aquellos tiempos en que solía malgastar las horas de la noche en la improductiva tarea de dormir.
Sacó avisos de búsqueda, incluso con una jugosa recompensa económica, en los principales diarios de la ciudad. Acudió a los canales de televisión y mandó mensajes a la radio suplicando datos de su paradero.
Instaló en su casa una computadora con la tecnología más avanzada. Y cuando nada pudo encontrar, contrató los servicios de un famoso detective privado, de una vidente de la farándula y de un sabueso que poseía un increíble historial de rastreos exitosos. Deambuló durante días y noches por los sectores más olvidados de la ciudad. Conoció una enorme cantidad de personas de las más disímiles calañas. Cazó un sinnúmero de sapos, para besarlos desenfrenadamente, no con la intención de romper el hechizo, sino con la incierta esperanza de que alguno se convirtiera en su añorada maga.
Estuvo a punto de darse por vencido, una tarde frente al río. Se sacó los zapatos mientras el estruendoso rugir de un avión al aterrizar no le desvió su atención. Se sacó la ropa y se vistió con su viejo pijama, mientras la gente se comenzaba a congregar a su alrededor. Cuando se trepó a la baranda de la Costanera algunos intentaron disuadirlo de su intención.
Los testigos juran y perjuran que el hombre del pijama bordó saltó hacia el río, justo en el momento en que uno de los guardias de seguridad del Aeroparque intentó tomarlo de sus pies. Juran y perjuran que nadie lo vio caer al agua. Juran y perjuran que desapareció en el aire, mientras llamaba desesperadamente a alguien con nombre de maga.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Gracia plena



—¿Su gracia?
—Ahora me toma por sorpresa, pero le podría contar que me sé de memoria las primeras quince páginas de la guía telefónica.
—No señor..., su nombre.
—Recién está en la página 233. Me va a tomar un tiempo más.
—Necesito saber como se llama.
—Buena memoria, se llama.
—¿Usted me está tomando el pelo?
—Más quisiera usted, ya casi no le quedan.
—Bueno mire, mejor regresa cuando tenga ganas de contestar seriamente.
—No he dejado de contestar ni a una sola de sus preguntas. Y que yo sepa, con la mayor de las seriedades.
—¿La conoce?
—¿A quién?
—A Luz Seriedades, la mayor de las cuatro hermanas. Entre nosotros, la más linda ¿no?
—Y usted... ¿es algo de ella?
—¡Sí! Soy su contador.
—¿Contador de qué?
—¿Cómo contador de que? Contador, su contador de confianza.
—Ah... hubiera empezado por ahí. ¿Y cuántas confianzas le lleva contadas?
—No ve que usted no entiende nada. Contador, le hago sus declaraciones.
—¿Quién lo hubiera dicho de Lucita? Tan seria que parecía, andar declarándose por ahí, con libreto ajeno, cuando más de dos años de casada lleva.
—Sí, en realidad a su marido le llevo los libros.
—¿De dónde a dónde?
—No, los asientos, la caja.
—¿Es carpintero?
—Si, soy el contador de su carpintería.
—¡Vio! Hablando se entiende la gente.
—Ah... mire que gracia.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Las bolsas de Asia cerraron en alza


Hoy no tuve ganas de tomar el tren. Mientras me afeitaba decidí que iba a tomar el colectivo. La mañana estaba soleada y con una temperatura tan agradable que la idea me convenció. En vez de veinte minutos, el viaje me tomaría el doble, pero lo haría sentado y escuchando algún programa matinal de noticias. Sólo por esto, bien valía la pena el cambio. Percibí en la decisión una especie de adelanto de la primavera. Elegí una camisa celeste y una campera bien liviana, que seguramente estaría de más al mediodía. No anunciaban lluvia así que me puse los mocasines nuevos, a los que tanto afecto les estaba tomando.
Las dos cuadras hacia la parada respaldaron la elección. El cielo totalmente celeste, los árboles mostrando los primeros verdores y una melodía de Tom Waits sonando en mis auriculares quisieron convencerme de que, tal vez, la vida no fuese tan mala, después de todo.
Me sorprendí al escucharme decirle "buenos días" al conductor del 130, antes de pedirle el boleto. El único lugar al lado de una ventanilla, era en el último asiento a la derecha. Pese al ruido del motor de esa ubicación, lo elegí sin dudarlo. Me senté, y subí el volumen de mi receptor, que para ése entonces estaba pasando el resumen informativo. Y así comenzó mi trayecto a través de la ciudad que comenzaba a despabilarse.
El ritmo a esa hora me resulta siempre distinto. Los estudiantes no son tan bulliciosos, los trabajadores que vuelven a sus casas están semidormidos y los que van a sus labores −como yo−, van demasiado absortos en sus pensamientos y parecen ausentes.
La contraposición entre los primeros porteros que salen a baldear las veredas y las últimas prostitutas que aún aguardan a algún cliente tardío por los bosques de Palermo me subyuga. Pasar por el hipódromo es siempre una especie de acertijo. Me pongo a dar vueltas mentalmente en tratar de comprender los mecanismos que hacen de aquel juego-apuesta-deporte represente algo tan fascinante, para otros. La radio decía que la máxima del día rondaría los veinte grados y que las bolsas en Asia habían cerrado en alza.
Hasta que en un semáforo en rojo la vi.
No pude quitar mis ojos de los suyos. El pequeño coche que la llevaba ya no tuvo marca. Ni rostro el conductor, del que sólo vi que vestía pantalones cortos oscuros.
Al principio fue un vistazo casual. Ella desde su auto bordó, yo desde mi colectivo azul. Al cabo de unos segundos, ambos decidimos sostener nuestras miradas, cosa que pareció, en esta hermosa mañana de primavera, lo más normal del mundo. Y entre las ventanillas vehiculares, armamos nuestro función privada. Sus ojos me inundaron, su pelo fue mar y su boca el río de los deseos. Entre los cortos segundos de nuestro mutuo juego de seducción, ví su luz. Al instante, su sonrisa bañó todo de magia. Sé que mis labios también se aflojaron dándole algo que yo creí mi mejor sonrisa. Arqueé mis cejas en señal de admiración y circunstancia. Su sonrisa se acentuó cuando abrió la boca, provocadora y adorable. No sé si la última parte de nuestra miradas fue despedida o agradecimiento. El rojo se puso en verde mientras el auto bordó de ella se perdía en el tránsito.
A mi me quedó una especie de luz, y la sensación de que la vida no era tan mala, después de todo.
A ella sé que algo le quedó.

lunes, 10 de agosto de 2009

Sin amarras


Sin soltarse las manos bajaron al camarote principal. Embriagado por su perfume y el balanceo de sus caderas al bajar la escalerilla, él abrazó su cintura. Embebida por el perfume a madera y bronce de aquel ambiente que se mecía suavemente, ella se dejó llevar. El beso no los sorprendió. Los encontró apresurados por besar más besos, todos juntos y sin demora. Sus manos no recorrieron más de lo que no quisieron recorrer. Las espaldas humedecidas no fueron impedimento para acariciar todos y cada uno de los espacios buscados. A la espera de palpar más lugares, él la tomó por la espalda. Con los labios recorriendo su cuello, sus manos, ambiciosas de indagar, encontraron una renovada avidez al posarse sobre sus pechos, palpitantes. Un suspiro espeso y complaciente se coló en sus ojos entrecerrados. Él, sintió sus latidos acentuados y solícitos, salir al aire y buscar fuego. Ella, no tuvo más sed, se ahogaba en mil deseos.
Al momento en que sonó la sirena de un barco lejano, él terminaba con los botones de su blusa. Al momento que se abría el último botón, ella arrancaba su camisa con certera pericia. De allí en más, ya no hubo más prisa ni prudencia, sólo una búsqueda incontenible de torsos y talles, de salientes y oquedades. Las cuatro manos parecían ejecutar un conocido concierto, que de tan nuevo no aceptaba ensayos. Casi sin palabras, casi con murmullos sin sentido, se agradecieron cada gesto, cada lugar explorado. Él demoró mil tardes en recorrer su cuerpo con su boca descomedida. Ella prorrogó el instante de hospedar al hombre en su rocío hembra. Y lo sintió candente, y entendió su urgencia de envolverla toda.
Él se sintió ingresando en un vergel pagano. Ella lo esperó serena y desvergonzada. Se colmaron de placeres, de gritos y de libidos ardientes. Él le quiso dar más que una intrusión de gozo, ella lo hospedó gozosa en su lugar más suyo . Y cuando por fin el rayo se fundió en sus cuerpos cayeron abrazados en la litera revuelta.
Él la abrazó sabiendo que se había detenido su almanaque. Ella se dejó abrazar pensando en comprar el cupo de sus días.

jueves, 25 de junio de 2009

Maldita sensación térmica


Podría ser postulado que esta farsa de la sensación térmica es, en gran medida, un ejemplo de la gran pasión que el argentino siente por el sufrimiento extra. Y en este caso tanto corporal como mental.
Dos hechos de gran trascendencia me hacen dudar de este parámetro. Primero, en el resto del mundo lo ignoran totalmente, y viven felices. Segundo, cuando era chico no existía, y además, éramos mucho más felices.
Sabemos cabalmente que el clima es en todos los casos un gran disparador de charlas ocasionales. Nos cansamos de engancharnos en conversaciones en las que se exhiben quejas por el calor que se generan durante el periodo estival, o por el frío cuando llega el invierno. Como si no supiéramos que, en general, en invierno hace frío y en verano calor, así de obvio.
Pero, como si esto fuera poco, han puesto a disposición del sufriente público argentino, la fabulosa medición de sensación térmica.
Analizando los factores que inciden sobre la sensación térmica, se explica que la variable fundamental es el viento (y en menor medida la humedad). Lo más curioso de todo es que parecería que el viento se comporta de tal manera que satisface el deseo extemporáneo de los argentinos a sufrir siempre un poquito más que el resto del mundo.
Cuando nos levantamos temprano una desolada y desapacible mañana de invierno, lo primero que sentimos es la gran dificultad que se experimenta para salir de la cama, esto no es nada nuevo. Escuchamos en la radio que la temperatura es de, por ejemplo, 3°C, o sea un frío de órdago. Sin embargo, gracias al viento, los argentinos podremos cambiar esta temperatura y evocar nuestra querida sensación térmica, que nos dará un valor de -2°C. ¡Si! cuando el resto del mundo experimenta 3°C, los argentinos volvemos a ganarles, porque aquí, en nuestras pampas machas, nosotros tenemos -2°C porque somos argentinos y nos la bancamos.
Pero cuando el bochorno impera (al lector desapercibido se le comunica que bochorno significa calor sofocante) el argentino también quiere más. Después de una noche insoportable de calor, aún con las sábanas pegadas a nuestros cuerpos, despertamos y escuchamos en la radio que la temperatura en la ciudad es de 28°C, a las 9 de la mañana, pero que, para nosotros los argentinos, la sensación térmica es de 33°C. Si señores, una vez más, se nos brindan la oportunidad de sufrir un poco más que el resto de los mortales.
Moraleja: Si en verano la Argentina calienta más; en invierno no enfría menos.

martes, 2 de junio de 2009

Viaje de caminante


Cuando se decidió a realizar el viaje más importante de su vida tomó dos decisiones prioritarias: la primera, que el viaje sería largo; la segunda, que no dejaría lugar sin visitar.
Para cumplir con la primera consigna se propuso caminar todo el día, y descansar donde lo encontrase la noche.
Para cumplir con la segunda consigna se propuso caminar hacia el norte por la mañana y hacia el sur por la tarde.
Todas las noches, con inmensa alegría, llegaba a su nuevo lugar de siempre.

jueves, 21 de mayo de 2009

La espalda robada



Debo confesarte que haberte robado la espalda no fue para nada sencillo. De hecho, el primer escollo a superar fue el de salir de tu edificio. Afortunadamente no había nadie en la entrada, no me imagino explicándole al portero que la espalda que llevaba en mis brazos era la de la chica del primero "A". Tenía el auto estacionado a unos veinte metros y aún no puedo olvidar la cara de desconcierto de la parejita que en ese preciso instante se aprestaba a cruzar la calle. Se dijeron algo entre sí y salieron corriendo, creo que en dirección a la seccional. Cuando llegué al auto, tuve que dejar tu espalda ubicada sobre el capot, bien derechita, eso sí. Abrí la puerta del acompañante y la senté con mucha delicadeza. Como estaba un poco fresco, le puse mi campera, esa azul tan linda que vos habías ponderado la noche anterior.
Parar en los semáforos no me resultó para nada placentero. La gente miraba con mucha sorpresa y curiosidad hacia el asiento de al lado. Unos chicos, que iban en una camioneta, comenzaron a hacerle burlas, aunque también observé un ostentoso levantar de hombros, de tu espalda, haciéndoles saber que no le importaban las bromas. Al final, decidí no parar en ningún otro semáforo. Y por suerte pude llegar a mi departamento sin que ningún agente de policía me parase.
Entré a la cochera y la subí al ascensor. Por fortuna estaba vacío, pero imprevistamente se detuvo en el segundo piso, donde vive la chusma esa que se la pasa fabulando historias ajenas. Trabé la puerta y con un enérgico grito le advertí que el ascensor estaba ocupado. Luego de forcejear un rato con la puerta del ascensor, la chusma, se cansó y nos dejó ir, a tu espalda y a mí. Igualmente no pude dejar de percibir que aproximaba sus ojos a las aberturas de la puerta metálica, con la intención de escudriñar quienes estabamos dentro del ascensor. Creo que no vio a tu espalda, porque yo puse mi cuerpo junto a la puerta de tal forma de obstruirle la mirada. El viaje hasta el séptimo piso me pareció una eternidad, aunque felizmente, llegamos sin novedad. Lo primero que hice fue sentarla en el living, en el sillón frente al televisor, y percibí que los hombros ya comenzaban a relajarse. Al cabo de un rato se había quedado dormida. La llevé a mi cama, y la ubiqué del lado izquierdo, o sea el más lejano a la ventana. Con esto último me resguardaba de alguna mirada indiscreta, de cualquiera de las ventanas del edificio de enfrente.
Pero en realidad, el motivo de estas líneas es hacerte saber que tu espalda está muy bien. Que de a poco va acostumbrándose a la nueva vida que juntos estamos comenzando a compartir. Aunque, debo confesarte, en las primeras noches su dormir no era muy tranquilo, cosa que noté por los continuos movimientos y las veces que se volteaba hacia los distintos lados. Pero ya duerme con mayor sosiego, felizmente.
Sin embargo, no deja de inquietarme tu nueva realidad. Me intriga saber si vos ya te has habituado y si te resulta llevadero. Me pregunto si la ropa te habrá quedado bien o como harás para sujetarte el corpiño. Si podés dormir boca arriba o si sentís alguna molestia al sentarte. Si en la oficina te han dicho algo o si tenés alguna dificultad al viajar apretujada en el subte. No obstante, el hecho que no hayas reclamado tu espalda me tranquiliza sobremanera, porque entiendo que no te resulta tan imprescindible. Pero a su vez, comienzo a sospechar -con preocupación- que no fue un robo, sino que vos, deliberadamente, quisiste darme la espalda.
Igualmente, quiero dejar bien en claro, que no la pienso devolver.
Tuyo siempre.
C.

PD: aprovecho la oportunidad para preguntarte si hay algún tipo de crema en especial que le siente bien a la piel.

martes, 19 de mayo de 2009

Abordaje urbano



En aquel preciso instante viró hacia el norte, casi a merced de las corrientes. El Callao se veía en todo su esplendor: sobre sus aguas tranquilas sólo el reflejo de las altas torres que allí adornan. A poco estuvo de zozobrar sobre el banco de los arenales, apenas perceptible gracias al juncal que crece a su lado. Sin embargo, un fortuito golpe de timón lo puso nuevamente en rumbo. Y recién en ése momento, divisó su balcón, que se yergue altivo sobre el Paraná. Pudo fondear, pese a que la tormenta ya comenzaba a anunciarse.
Y la vió; tras la celosía que pretendía esconder sus ojos color mar. La vió salir con la espada en mano y un grito apasionado en sus labios. Presta para el abordaje.

domingo, 17 de mayo de 2009

La noche pronunció un nombre



Escuchó que lo llamaban por su nombre. Era una voz desconocida, que casi en un susurro había pronunciado su verdadero nombre. En medio de la noche más cerrada que podía recordar, esa voz totalmente desconocida era lo último que podía esperar en ése momento. Nadie lo llamaba por su nombre, incluso juraría que una considerable mayoría de sus compañeros ni siquiera lo conocían. Él era el Gaucho, simplemente el Gaucho. Apodo sin sentido que le habían puesto al momento de saber que era nacido en el campo, sin importarles el hecho de que nunca hubiera vivido allí.
Y la voz.... aunque un susurro, no era la de ninguno de sus tres compañeros que esa noche lo acompañaban en el frente. Los demás se encontraban a más de dos horas de caminata del puesto. Y había sido su nombre, muy claramente pronunciado, en una noche de luna nueva, frío y una quietud escalofriante.
Pero en ése momento escuchó un ruido repentino, como de algo que se arrastra entre las matas. Se puso alerta. Venía del norte, y calculó que provendría desde unos quince metros de distancia. Tomó con mayor fuerza el fusil que mantenía parado entre sus piernas entreabiertas. Sintió aún más frío y soledad. Hernández estaba ubicado a unos trescientos metros de su trinchera, y más lejos aún estaban el Tijera y el principal Ludero. Y sabía que bajo ninguna circunstancia abandonarían sus trincheras sin antes enviar la señal convenida.
El ruido cesó. Bien podría ser algún animal nocturno.
Antes del anochecer, los infectados se encontraban del otro lado de la sierra; era imposible que hubiesen vadeado el río y llegado hasta esa posición en tan pocas horas. Se concentró en detectar algún sonido que le indicase la presencia de alguien o algo.
Cuando se estaba convenciendo de que el llamado habría provenido de su propia imaginación, volvió a escuchar su nombre, esta vez con mayor nitidez. Ya no le quedaron dudas. Accionó el mecanismo del fusil que lo dejaba listo para disparar, aún sabiendo que ese ruido metálico advertiría a cualquiera de su ubicación.
Pensó en los infectados. Esas miles de personas portadoras del virus que estaba haciendo estragos en el país. Con una muerte segura en el lapso de semanas, y con riesgo de contagio inmenso, los portadores habían sido echados de la ciudad, hacía un par de meses. Recordó a Nora. Recordó cómo fue arrastrada de su propia casa y depositada violentamente en el camión de las deportaciones. Había rumores de que los infectados estaban organizándose para volver a la ciudad en busca de remedios y alimentos. Él que se sintió llamado por el deber ciudadano de defender a la ciudad de un contagio masivo, se había anotado en las brigadas de esterilización general. Hacía dos semanas que se encontraba en el frente, pero esa noche era la primera vez que comenzaba a arrepentirse de su decisión.
Una risa, contenida y apagada, lo hizo apuntar su arma hacia la noche oscura. Luego fueron ruidos de pasos. Lentos, uno, luego dos, luego tres. Volvió a escuchar su nombre, esta vez definitivamente pronunciado por una mujer. Y como si el tiempo se hubiese detenido reconoció los acordes de su ópera favorita. Y de inmediato una tos, tan cercana que hubiera podido contagiarlo. Disparó su fusil sin saber hacia qué. El fogonazo del disparo le permitió ver las cercanías de la trinchera por un segundo. No vio nada ni a nadie. Se sentó nuevamente. Se acomodó en el fondo de la trinchera. Se obligó a calmarse. Respiró profundamente. Primero sintió el olor nauseabundo, luego la mano húmeda y pegajosa sobre su cuello.

jueves, 14 de mayo de 2009

Un hombre se volvió a casar sin divorciarse de su ex y ahora va a juicio



En el juicio se vio al acusado distendido, sobriamente vestido y en compañía de su abogado. Sin embargo, luego de casi tres horas de cuarto intermedio, el jurado ingresó a la sala con un veredicto unánime: culpable.
Inmediatamente, el juez leyó la pena. El imputado fue condenado a diez años de prisión, sin goce de libertad condicional.
Entre las personas que presenciaban el juicio oral se pudo percibir un sentimiento de desasosiego por lo prolongado de la sentencia. A pesar de ello, la nota distinta que rompió los rígidos modos de la sala oral, fue la reacción de las esposas (la ex y la nueva), quienes sin ningún tipo de inhibiciones exteriorizaron su alegría con besos y caricias sensuales que superaban los límites de lo acostumbrado en los ámbitos leguleyos.
Las señoras abandonaron la sala tomadas de la mano, ante la inquisidora mirada de la concurrencia.


Noticia original tomada de:
http://www.minutouno.com/1/hoy/article/102845-Un-hombre-se-volvi%C3%B3-a-casar-sin%C2%A0divorciarse-de-su-ex%C2%A0y-ahora%C2%A0va-a-juicio/

martes, 7 de abril de 2009

Carta de despedida




Hace años que lo vengo evaluando y creo que finalmente, ha llegado el momento de renunciar a vos, de despedirnos.
No ha sido fácil. Son muchos años que hemos compartido, y al final, uno termina por acostumbrarse. Debo confesarte que mi primer impulso fue el de escaparme. Pero no; no quise seguir tomando decisiones apresuradas en mi vida, y menos con vos.
No se me ocurrió mejor cosa que no apresurarme y consultar a mis seres más cercanos. Como no podía ser de otra manera, a la primera que le planteé el tema fue a mi terapeuta. Me dijo que me veía maduro en mi decisión, pero que evaluara los efectos colaterales, especialmente en relación a lo afectivo.
Mi vieja lo tomó bien, y pese que a priori hubiese pensado que tendría una lista enorme de objeciones, bendijo mi idea.
Los muchachos del bar no se anduvieron con disquisiciones ni con planteos. Ni bien escucharon mis razones adhirieron de plano y pidieron al mozo unas repetidas rondas de champagne, para festejar el acontecimiento.
De los amigos de siempre, obtuve el abrazo fraterno y la palmada en el hombro. "No esperábamos menos de vos" me dijeron con enorme afecto, y "si necesitás ayuda, aquí estaremos" corearon al unísono como ofrenda final.
Con mis hijos, armé un conciliábulo, luego del cual me dijeron que me querían mucho y que estaban de acuerdo con mi decisión, fuese cual fuese.
En la oficina, mi jefe me brindó su total apoyo, me dio confianza, y me dijo que si hubiese algún problema de billetes, él personalmente mediaría alguna solución.
Finalmente, llegó el momento de decírtelo a vos, frente a frente. Sé que veinte años no son muchos, y que a lo mejor, recién estamos comenzando a conocernos. Sé que va a ser difícil olvidar tu blancura, tu belleza y todos esos momentos tan gratos que he pasado adentro tuyo. La decisión está tomada. Y si bien sé que al momento de separarnos más de una lágrima me hará poner sentimental: a partir de mañana te toman como parte de pago de un cero kilómetro en la agencia de García.

martes, 10 de marzo de 2009

Verde esmeralda



Abrió la alacena y retiró una lata de arvejas. Notó con sorpresa, que una fina pero larga hilera de hormigas desfilaba por detrás de los comestibles. Recordó que por la tarde debía ir al supermercado y anotó mentalmente la compra de veneno para hormigas. Igualmente, no se privó de aplastar a unas cuantas con la base de una bolsa de arroz, mientras veía casi con felicidad como el pánico había contagiado a las restantes.
Decidió darse una ducha antes de salir a hacer las compras. Por segunda vez en el día volvió a encontrarse con una hilera de hormigas que cruzaban la bañadera de punta a punta. Abrió la canilla y observó con algo de deleite, como los pequeños insectos iban siendo atrapados y engullidos por el remolino que las enviaría al desagüe. Esto lo entretuvo largos minutos, hasta que la dispersión de los insectos fue tanta que no pudo alcanzar a ninguna más sin tener que pararse del borde le la bañera. Al instante recordó que no debería olvidar de comprar el veneno.
Al regresar a su casa con las compras, notó nuevamente algunas hormigas que daban vueltas por el acceso a la puerta principal. Pisó con saña algunas de ellas mientras pensaba en la inusual y repentina aparición de los insectos, casi una ocupación de un día para otro. Recordó la bolsa del veneno en polvo, de estridente color verde esmeralda, que había comprado recientemente y se deleitó con la sola idea de exterminarlas. En horas de la mañana daría fin a esta incipiente invasión, pensó con siniestra alegría.
Esa noche se retiró a dormir con cierto desasosiego. Este asunto de la invasión de hormigas lo había intranquilizado y sabía que le costaría conciliar el sueño. Había decidido hacer un trabajo de exterminio muy metódico y fulminante, temprano al día siguiente.
Las primeras luces del día lo despertaron con sobresalto. Con enorme sorpresa notó que la luz no provenía de las ventanas, sino del techo de su habitación que lentamente comenzaba a levantarse. Parecía inexplicable, pero la realidad era que desde lo más alto de las paredes, una franja de luz se iba haciendo cada vez mayor, a la vez que el techo se elevaba gradualmente. Al cabo de unos instantes pudo ver una especie de brazo articulado negro y gigante que levantaba el techo de su casa. Cuando al final el techo fue removido totalmente, reconoció la cabeza negra y dotada de antenas del demoníaco insecto que se asomaba con movimientos casi mecánicos. El polvo que en forma de lluvia blanca era esparcido desde la bolsa verde esmeralda allá en lo alto le dio la respuesta final.

lunes, 2 de febrero de 2009

Exclusión astral


Sinceramente, ya no sé que hacer.
No doy más.
El viernes, después de una vida más larga que la que quisiera, pero -debo reconocer- más interesante que lo que hubiera podido esperar, me vengo a enterar que ya no soy más de Sagitario.
Yo, que antes de prender la luz del velador cada mañana encendía la radio para escuchar mi horóscopo (y actuar en consecuencia) . Justo a mí, que fui siempre un centauro, un ixiónida con arco y flecha que impartía justicia entre los hombres.
El centauro. Ser majestuoso si los hay. La sagacidad del animal y la destreza e inteligencia del hombre conjugados en un ser único. Divino, como lo describiera no sólo Plutarco, sino también Ovidio. El hecho de que Herácles los venciera no ha sido nunca ratificado por la prensa independiente, por lo que me acojo al beneficio de la duda.
Pero no. Ahora me niegan la pertenencia. Sin más, y de la última página de un diario, en general bien informado, me vengo a enterar, mientras tomaba mis mates matinales, que ya no soy más de Sagitario.
Esta injusticia es propinada a aquellos que como yo, emergimos al mundo entre el 30 de noviembre y el 17 de diciembre. Un castigo, ilícito y cruel, como se podrá comenzar a atisbar.
Ahora soy de Ofiuco. Que es como decir que nos fuimos a la "B" del campeonato del horóscopo. ¡De Ofiuco! ¡Ofiuco! Que es como responder "naranjín" o "virulana" si a uno le preguntan de que signo es.
¡Ofiuco!, ¡Ofiuco! Si hasta el nombre es casi una decepción. ¿Ofiu... que? respondió mi hija cuando intenté explicarle que todas las virtudes que yo poseía como buen sagitariano, se habían esfumado.
Después de evaluarlo durante un par de horas, entre vasos de whisky y música de Divididos, me decidí a llamar a mi terapeuta. Por suerte, quiso el destino que ella me pudiera atender desde su celular. Estaba en la plataforma de salida de un colectivo con destino a la costa, para emprender su mes de vacaciones. Me dijo que a la vuelta lo trabajábamos. "¡No!", le dije. "¡No me podés hacer esto!", a lo que me contestó que a lo mejor podría ser ventajoso este imprevisto cambio. De nada valió contarle que ya no sería más ése centauro flechense y aerodinámico que solía ser. ¡No! Ahora sería un Ofiuco. Ofiuco, que lejos de ser un ixiónida, es el "hombre que sostiene la serpiente", cosa que a lo mejor desde el lado de la fantasía femenina me podría resultar en alguna liga. Pero no lo creo. Una serpiente, curva y gelatinosa, fría y esquiva, nunca podría superar a aquella flecha erguida y recta que desafiaba las distancias y que invariablemente, con aguda puntería llegaba certera y veloz a destino. Siempre me sentí una especie de Cupido zodiacal, y ahora, despiadadamente, no puedo más que pensarme como un número de circo.
Suspendí mis vacaciones de cuajo. Mi viaje al Gran Arrecife Coralino Australiano tendrá que esperar. No me importa si me devolverán el dinero del pasaje o la reserva del hotel cinco estrellas: esto me supera.


Del artículo original: http://criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=17778

domingo, 18 de enero de 2009

El encargo de Ferrari


Aquel había sido un día tan común como cualquier otro, sin nada especial para recordar y con el pronóstico de terminar de la misma forma de siempre: tomar la cartera, despedirse de sus compañeros de trabajo y partir a tomar el colectivo. Luego, se bajaría en la misma esquina de su casa, pasaría por el almacén para realizar algunas compras impostergables y finalmente sucumbiría ante la fácil tentación del televisor, o tal vez de alguna prolongada charla telefónica con su madre o alguna amiga.
Se dirigió sin prisa hacia la parada del colectivo. Recorrió las calles con cierta alegría. El atardecer se sentía placentero y las sombras ocres del ocaso comenzaban a abrazar la ciudad. Al llegar a la parada contó con precisión doce personas. Era suficiente, pensó. Sabía que de haber sido veintitrés, habría esperado el próximo micro para asegurarse un asiento al inicio del recorrido.
Al subir eligió un asiento doble. Se sentó del lado de la ventanilla, puso la cartera por sobre su falda. Dejó perder su vista por aquella plaza, siempre tan llena de gente. Observó a las personas correr por la acera hacia el colectivo, a los vendedores ambulantes de todos los días y a las habituales parejas, que bajo la complicidad del lento oscurecer se besaban al abrigo de un anonimato casi endeble.
Antes de que el colectivo se ponga en movimiento, algo llamó su atención. En el piso, justo al lado de su pie derecho, y debajo de la ventanilla, un impecable sobre blanco brillaba con una vitalidad que sólo logra un objeto totalmente fuera de su contexto. Miró a su alrededor. La casi totalidad de los pasajeros se encontraban sentados. Los pocos que se encontraban de pie, se ubicaban fuera del alcance visual del sobre. Decidió agacharse lentamente, y fingiendo distracción tomar aquel sobre abandonado, o quizás extraviado. La idea de que contuviese dinero, se mezcló en su pensamientos por una breve fracción de segundos. Esto la disgustó consigo misma. Sin embargo, tomó el sobre e inmediatamente volvió a mirar a su alrededor. Nadie parecía haber notado nada. Lo puso debajo de su cartera.
Esperó a que el colectivo comience su marcha. Esos pocos minutos la encontraron inquieta y con cierto grado de ansiedad. Había percibido con rapidez que el sobre se encontraba cerrado y que en su frente había algo escrito, quizás un nombre o una dirección.
El colectivo, semilleno, comenzó con su habitual recorrido. Sin esperar más, sacó el sobre desde debajo de su cartera. Sólo una dirección, manuscrita y ningún nombre, en impecable tinta negra: Concepción 739. Conocía la calle, no era lejos de donde vivía, por lo que decidió bajar una parada antes, para alcanzar el sobre a la dirección del sobre. No le tomaría mucho tiempo, y luego de entregarlo se sentiría complacida por haber cumplido con ése casual deber ciudadano.
La calle Concepción cruzaba la avenida del recorrido del colectivo a la altura del cuatrocientos. Caminó esas cuadras con distracción. La curiosidad jugaba con ella. Las simples preguntas tales como quién sería el destinatario, o el porqué de la carta, no la abandonaron hasta llegar a la cuadra en la que se debía ubicar la dirección. Cruzó hacia el lado de los números impares y vio una seguidilla de casas bajas y bien cuidadas. Encontró el número 737 e inmediatamente, sin mediar separación, el número 741. Dudó y pensó si había tomado la calle correcta. Se dirigió a la esquina y observó el cartel, que ratificaba la dirección. Volvió a mirar el sobre y corroboró el número 739, claro y certero. Se dirigió nuevamente a las casas, o bien al lugar que le hubiese correspondido al número 739. El desconcierto la iba ganando cuando vio salir a una señora de una casa vecina. Desesperanzada preguntó si existía el número 739. La señora, al amparo de la obviedad, le contestó lo que ella ya sabía.
Guardó el sobre y comenzó a caminar hacia su casa. Durante las nueve cuadras de su trayecto no pudo sacarse de la cabeza el asunto del sobre. A medida que avanzaba se iba convenciendo de que ante la ausencia de un domicilio existente debía abrir el sobre y ver su contenido. Al acercarse a su casa decidió que la pasada por el almacén no era tan impostergable.
No bien entró en su casa, apartó una silla, se sentó y puso el sobre encima de la mesa. Al mismo instante comenzó a sonar el teléfono. No quiso atender, y luego de diez timbres el incómodo llamado cesó.
Con cierto temor abrió el sobre. No tenía lugar ni fecha y comenzaba directamente con el encabezamiento:

"Amor,
Disculpas por no haberte hecho partícipe de esta situación tan particular con anterioridad.
No quisiera que sientas que mi ausencia ha sido alguna especie de olvido. No, no podría olvidarte. Tampoco es castigo, revancha ni indiferencia. El motivo de mi ausencia es totalmente ajeno a cualquier acto tuyo.
El destino es a veces impredecible. Y las búsquedas, a pesar de nuestro empeño, son a menudo infructuosas.
No quisiera que esta ausencia dé motivos a que nuestro imprevisto distanciamiento te castigue. A modo de breve explicación, he dejado algo que tal vez pueda disipar aquellas dudas que seguramente te estarán invadiendo: te agradecería que pases por el hotel Imperio, y pidas al conserje el encargo de Ferrari.
Tuyo siempre, R."


No bien terminó de leer las escuetas pero misteriosas líneas de cuidada caligrafía, dejó la carta abierta sobre la mesa y sus pensamientos se fugaron hacia esa historia de amor, ajena y triste. Rápidamente calculó que por la mañana podía llamar a la secretaria del odontólogo y solicitar un nuevo turno, con cualquier pretexto. Se dio cuenta de que ya no podía permanecer fuera de esta historia, al menos como una nueva espectadora.
El día transcurrió monótono en el estudio. Los mismos llamados de siempre, las mismas charlas de todos los días. Inspeccionó el sobre y la carta en repetidas oportunidades. Intentaba encontrar una explicación a aquella historia de desencuentros. Sintió una creciente ansiedad a medida que se acercaba la hora en que terminara con sus actividades y se hiciese presente en el hotel.
Se detuvo en la letra R., con la que el autor de la misiva firmaba. Imaginó que podría ser Rodolfo, quizás Raúl o más improbablemente Renato. Pero al cabo de unos segundo de pensar nombres, descubrió que en la carta no había ningún indicio que indicara haber sido escrita por un hombre para una mujer, ni viceversa.
Dobló la esquina y se encontró con la fachada lúgubre, pero pretenciosa, de aquel viejo hotel de escasas estrellas. Sus años de esplendor habían pasado dejando la nostálgica impresión de que ellos no retornarían ya.
Dudó un instante, pero al ver la recepción vacía tomó coraje y entró. No bien se acercó a la puerta de entrada, un muchachito con uniforme verde inglés y botones dorados pero sin brillo, se apresuró a abrirle la puerta. Agradeció y encaminó su pasos hacia el mostrador, en el rincón más alejado del salón. Observó con atención el casillero de las llaves y notó con sorpresa que todas las llaves se encontraban en su lugar. Sin embargo nadie se encontraba del otro lado del mostrador. Tocó con la palma de su mano derecha una de esas campanillas que sólo aparecen en las películas de hoteles. Como por arte de magia, una puerta se abrió y una persona, con un uniforme muy parecido al muchachito de la puerta, le dio las buenas tardes. Un poco sorprendida por la súbita aparición, le devolvió el saludo y sin mayores preámbulos le dijo que "venía por el encargo de Ferrari". Un gesto de sorpresa mezclado con una mueca de desaprobación transformaron la cara del conserje, quién de inmediato le dijo que tomara asiento, y que en unos minutos sería atendida.
Se acomodó en un sillón junto a una ventana que, si bien un poco escondida, daba a la calle. Las primeras sombras, comenzaban a asaltar la ciudad. Recordó que hacía veinticuatro horas, a la misma hora de la puesta del sol, encontraba el sobre que la había hecho recalar en aquel hotel. A falta de buena iluminación, la recepción comenzaba a mostrarse más lúgubre que al comienzo. Un pobre sistema de audio pasaba una mala versión de Kind of blue. Los nervios le hacían sentir un in crescendo, a los que se reconoció, estar poco preparada. Tomó la decisión de esperar diez minutos más. En caso de no aparecer nadie que le explicase algo, o le diera aquel misterioso encargo, se retiraría.
Miró nuevamente el gran reloj que se encontraba a la derecha del mostrador. Se dijo para sí, que ya habían pasado seis minutos, y volvió a asumir su idea de abandonar el lugar en el plazo por ella establecido. Pero no pudo cumplir con su plan: el hombre de traje gris oscuro, que acababa de bajar por las escaleras, se dirigió a ella de forma decidida y precisa. Su imagen distaba mucho de ser la que se hubiera esperado de un caballero, pese a que el hombre en vez de estirar su mano para estrechar la de ella, la extendió en el sentido de tomarla y besarla en cercanías de sus nudillos. Sorprendida, lo dejó hacer. No sólo le molestó su saludo, sino que su traje arrugado, la corbata raída, y las manchas tenues en el cuello de la camisa, la pusieron en un estado de tensión aún mayor.
Las dos palabras: "buenas noches", pronunciadas con un acento casi con seguridad de algún país de Europa del Este, la sobresaltaron. Pero fue la siguiente frase la que terminó por decidirla a entregarse a un destino que ella ya no podía gobernar. Entendió que lejos estaba de develar aquella historia de amor ajeno, que habían hecho que su imaginación volase por los lugares en los que ella nunca había podido estar, pero sí imaginado. Cuando escuchó al hombre preguntar -o asentir- "La señora Concepción ¿no?" un nudo en la garganta le impidió contestar, y solamente, y por voluntad de una fuerza de la que ella ignoraba el origen, se limitó a asentir con un leve movimiento de su cabeza. "Sígame, por favor" le pidió el hombre en aquel cada vez más acentuado tono eslavo. Pese al temblor de sus rodillas, se incorporó y pudo seguirlo.
La habitación donde se dirigieron presentaba la apariencia de una especie de oficina anexa al hotel. No daba la impresión de que allí se tratasen temas relacionados con huéspedes ni con empresas que brindasen servicios. Más bien, lo inadecuado del lugar sugería algo preparado para no ser mostrado, más bien escondido.
El hombre con su tosco castellano, pero con gran surtido de palabras galantes, le pidió que tomara asiento. Sujeta a un destino que a cada segundo parecía pertenecer a otra dimensión, tomó asiento frente al escritorio, donde el hombre esperaba a que ella se sentara para hacer lo mismo. Al momento que él le solicitó la carta, ella, con la torpeza que se hubiese esperado del momento, encontró sin mucho esfuerzo el sobre dentro de su cartera. El hombre abrió el sobre con suma delicadeza, y con una complicidad que se vislumbró entre sus ojos, se abocó a leer las escasas líneas manuscritas en tinta negra. El gesto de aprobación implícita la hizo revivir, o al menos le brindó un respiro en aquella situación tan irreal para ella.
El hombre la miró y con gesto tranquilo le dijo que estaba todo bien. Se agachó y tomó del último cajón del escritorio un portafolio negro. Lo depositó con gran cuidado por encima de algunos papeles, al parecer sin importancia y le dijo: "Señora Concepción, ya está todo arreglado. Siguiendo las instrucciones del Sr. Ramirez, cumplo en entregarle este maletín. No es necesario que lo abra aquí" agregó finalmente con su grave acento y le extendió la mano. Esta vez para estrecharla, sin beso.
Al salir del hotel, sintió que el maletín pesaba mucho más que cuando lo había tomado por primera vez, tan solo tres minutos antes.
Pese a la distancia a la que se encontraba de su casa, decidió tomar un taxi.
El trayecto le pareció eterno. No tuvo el coraje suficiente para abrir el portafolio dentro del auto. Ni siquiera la primera media hora en que estuvo en su casa, con el maletín sobre la mesa, cerrado. Lo miraba y daba vueltas, sin atreverse ya a tocarlo.
Finalmente, luego de evaluar todo lo irrazonable de la situación lo abrió con ansiedad.
Primero desplegó la nota que estaba por encima de los billetes:

"Concepción: Agradecido por tan buen trabajo. R."

Luego contó, incrédula, durante largos minutos, los setecientos treinta y nueve mil dólares perfectamente acomodados en el interior del maletín.