domingo, 30 de noviembre de 2008

Noche sin paz


Se fue a dormir con la alegría de saber que su tiempo estaba llegando. En pocas horas más, su marido se iría de la casa, tal como habían acordado ante los abogados, como parte del proceso del tan ansiado divorcio.
Hacía meses ya, que dormía en el cuarto de su hija. Dejar de dormir en el lecho nupcial le había dado cierta tranquilidad. En primer lugar demostrar con hechos su decisión de romper con las premisas de un matrimonio, que ya hacía unos años, no era lo que ella había deseado, ni siquiera imaginado. En segundo lugar, la seguridad que le brindaba la presencia de su hija, que si bien pequeña, le otorgaba la tranquilidad que, en principio, ningún acto de violencia se produciría ante los ojos de la pequeña.
Ya eran horas nomás. Tal como constaba en el convenio, él se iría el domingo, radicaría un nuevo domicilio y ella se quedaría en la casa. El régimen de visitas, la división de bienes y otras cuestiones, habían quedado perfectamente aclaradas durante las tediosas reuniones entre ellos y sus respectivos abogados.
Ella sabía que existía otra vida. La que había llevado hasta ahora, limitada, absorbida y encerrada no la hacía feliz. Tampoco la violencia, la denigración y la indiferencia que experimentaba de parte de su marido, las que prontamente llegarían a su fin.
Se acostó. La respiración de su hija dormida le contagió serenidad.
Pensó en aquel hombre. Lo había conocido hacía un año. Ella se había enamorado desde el momento en que descubrió que el amor podía ser algo diferente a lo que había sentido hasta ese momento. Se dio cuenta de que no sólo la pasión era algo que brotaba libremente, sino que también existían muchas cosas para compartir y soñar. En los brazos de él había encontrado una razón para seguir creyendo, como para sentirse más joven y para volver a confiar en que había sueños que podían ser llevados a cabo de a dos.
En el transcurso de los últimos meses, su amante le había dado muestras de un compromiso firme y de un amor auténtico, demostrado en más de una oportunidad. Los planes urdidos entre abrazos y caricias parecían poder concretarse en breve, y de allí una nueva vida en la libertad alejada de ese matrimonio esclavizante.
No escuchó la puerta abrirse. La despertó la mano fría de su esposo que se posaba sobre su hombro.
Entre sollozos, atenuados para no despertar a la niña, él le dijo que no podía irse. Bañado en lágrimas le repitió que la amaba, que su vida sin ella carecería de sentido. Sumido en un triste llanto le pidió, como tantas otras veces, una nueva oportunidad.
El hecho de haber sido despertada tan abruptamente la confundió. Las lágrimas le removieron viejos instintos y la lástima la abordó. Posó su mano izquierda sobre la cabeza de él y con la derecha apartó las lágrimas que brotaban de sus ojos. No rechazó el beso que él tímidamente le dio sobre sus dedos.
Quiso creer una vez más en él, en los juramentos de una nueva vida, de que cambiaría y de que todo sería diferente, a partir de ése momento.
Sin ningún fundamento, ella quiso volver a creerle y no rechazó la mano posada sobre su pecho, debajo del camisón. Tampoco supo porqué, accedió a ir a la cama matrimonial esa noche. Y con una convicción precaria hicieron el amor de modo triste y sin que la vergüenza estuviese ausente.
Él finalmente retiró el brazo donde ella apoyaba su cabeza. Puso el codo sobre el colchón y con la palma de la mano sujetó su mejilla. La miró a los ojos y con el mayor de los desprecios le dijo pausada y serenamente: "sos una puta".
A ella no le sorprendió su insulto. Volvió de repente a recordar la cantidad de veces que se había sentido ultrajada por ése hombre. La indignación comenzó a invadirla. No por el insulto recibido, sino por haber traicionado sus planes de liberación, por haberse traicionado ella misma, sucumbiendo ante un nuevo juramento de respeto, rápidamente incumplido. Pensó en su amado. Lo sabía totalmente ignorante del suceso, pero no se perdonaba esta infidelidad. No se perdonó no haber podido cumplir con lo que ella había deseado largamente.
Aprovechando que él ya se había dormido sobre la desarreglada cama, se levantó. Pasó por el cuarto de su hija. Le dio un beso en la frente, con la suavidad necesaria para no despertarla. Se quedó unos instantes sentada junto a ella, con la sola intención de observar su paz al dormir.
Se dirigió a la cocina. Abrió la heladera y sacó un frasco de dulce. Caminó por la casa como quién camina por un lugar ajeno y desconocido. Abrió el segundo cajón de la gaveta del escritorio y tiró al piso la franela con olor a vaselina.
Entró al baño. La traición a sus convicciones y al amor que la estaba esperando más allá del domingo, lleno de planes y esperanzas la estremecieron, una vez más.
Se untó el sexo con jalea de membrillo. "La bala atravesará con menor fricción" pensó. Y cerró los ojos.

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