viernes, 26 de septiembre de 2008

A pique


El agobiante silencio de la tarde, finalmente, fue quebrado por una especie de queja de uno de los amigos.
-¡Che Fusa! ¿Estás seguro de que con hígado de carnada anda bien?
-Pero si, boludo, no ves que ya empiezan a aparecer burbujitas al lado de la tanza.
-Si, las veo- contestó desesperanzado Irusta- pero de pique ni que hablar ¿no?
-Bueno viejo, yo te lo advertí, que esto de la pesca era algo para pacientes.
-OK, no te jodo más con mis preguntas- replicó Irusta bajo el impiadoso sol de enero- pero insisto en que me parece que le erramos con la carnada.
-Bueno, pero vos tenés que ver las cosas desde un punto de vista más optimista- le aconsejó mientras volvía a tomar un trago de la botella de cerveza- mirá si no, que posición ganadora tenemos ante la vida.
-¿Ganadora de qué? ¿O te olvidás el motivo por el que estás acá? Casi de "vacaciones" te diría.
-Posición ganadora, te digo- agregó el Fusa con voz que denotaba algo de enojo -te digo nuestra posición frente a los pescaditos.
-¿Qué tiene que ver el pescadito?- volvió a preguntar Irusta casi sin entender de qué estaba hablando su amigo.
-¿Cómo que "que tiene que ver"?- respondió el Fusa mientras comenzaba a alzar su voz- ¿cómo que tiene que ver?- agregó de inmediato con algo de fastidio- Imaginate que fueras un pescadito y que para alimentarte a vos y a tu familia tuvieras que ir a robar ese pedazo de hígado que flota cincuenta centímetros debajo de la superficie del agua, y que lo sabés ajeno, y que a lo mejor, es de esas comidas que vienen con trampa y que el anzuelo te lleva al otro mundo.
-Mirá que pensás raro vos- dijo Irusta mientras se secaba la abundante transpiración que le corría por la frente.- Capaz que fue por esas boludeces que perdiste tu trabajo de trompetista en el cabarute aquel, en donde nos conocimos. Roshal Naits ¿no?
El Fusa no respondió. Se hizo un silencio forzado por los recuerdos de ambos y por viejas cuestiones nunca aclaradas del todo. El sonido del río acompasaba el ligero vaivén de las hojas de los sauces que crecían al borde de la playita de arena. Pese a que todo estaba en movimiento, la quietud de la tarde tornaba al ambiente vibrante y ajeno. El sol todo lo inundaba.
-Irusta- pronunció como anunciando una confesión- A lo mejor a vos siempre te quedó la duda, pero como buen amigo, nunca me lo preguntaste, y te lo agradezco hermano- terminó el Fusa ingresando a un silencio denso, que no fue interrumpido por el otro.
-Irusta querido- dijo mientras volteaba su cabeza ante su atento amigo- Yo fui uno de esos pescaditos.
-¿De que me hablás Fusa? ¿pescadito de qué?
-Yo fui uno de esos pescaditos, viejo- pronunció solemnemente mientras con su mano izquierda daba cortas palmadas en la espalda de su compañero.-Un pescadito que necesitaba comida, para él y para los suyos.
-...
-Y así fue como esa noche tomé coraje y fuí por la carnada. Mi última noche con la orquesta del "Royal Nights"- dijo el Fusa con la voz casi quebrada.
-¡No!- dijo sorpresivamente Irusta- ¿Entonces fuiste vos el que aquella noche....?
-Fui yo- sentenció el Fusa con gesto adusto.
-Y entonces toda esa historia que me contaste sobre tu estadía aquí ¿es puro verso?
-Puro verso.
A partir de ese momento ambos eligieron no mirarse ni pronunciar palabra por un largo rato. La tarde transcurría apacible pero a su vez inmersa en una tensión que sólo el paso de los minutos junto al fluir del río comenzaron a distender.
-Bueno...., entre vos y yo..., la verdad es que el turco ese era una mierda, y un poco se andaba buscando comerse un plomo.
-Ya no losé- reconoció con timidez el Fusa- antes pensaba como vos, pero ya no más.
-Bueno hermano- dijo Irusta con voz que pretendía mostrar cierto entusiasmo- en dos semanas más ya nadie se acuerda, y te tomás el piro de esta isla de mierda.
El Fusa no respondió. Su mirada se perdía en la salvaje vegetación de la costa de enfrente.
-¡Che boludo! ¡prestá más atención!, ¿no ves como se hunde tu corchito? seguro que hay algo grande que está picando- dijo el Fusa mientras su rostro se debatía entre ocultar una lágrima y un nuevo trago de cerveza caliente.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Reencuentro a secas


No era una casa cualquiera, tampoco lo era el motivo de su visita. No se dejó impresionar por el tamaño de la mansión ni por el lejano recuerdo de aquella mujer. Sin embargo, sintió como el envoltorio del ramo de flores comenzaba a humedecerse al contacto con la palma de su mano.
Tocó el timbre exactamente cinco minutos después de la hora acordada.
Al momento que comenzó a escuchar pasos que se acercaban, mil imágenes se le atropellaron en la memoria: su rostro, los domingos en misa, su impetuosa relación y el involuntario final vilmente orquestado a instancias de "insalvables" diferencias sociales. Se cuestionó si sería capaz de distinguir su rostro. Se respondió que sí, pero no podía imaginarlo.
El llamado lo había dejado perplejo. Cuando al responder el teléfono le comunicó quién era, él no tuvo mejor respuesta que preguntar "¿Qué Valeria?", aunque lo había sabido desde el primer momento en que escuchó su voz. Necesitó sentarse y hubiera dado cualquier cosa por liberarse de ése inesperado nudo en la garganta. Hablaron por un largo rato, a veces interrumpidos por dificultosos silencios, a veces ensombrecidos por insalvables recuerdos. Aceptó de mucho agrado la invitación. Durante los dos últimos días no había podido pensar en otra cosa. Se imaginó la cena de mil maneras, y se propuso evitar cualquier tipo de recriminación sobre lo ocurrido en el pasado. Había decidido no comentarle todo lo que la había recordado. Sin embargo, se sentía ávido de escucharla, de volver a mirarla a los ojos, mientras le contaba sobre su vida durante este largo tiempo. Se sintió como el adolescente que era al momento de conocerla, con esa rara sensación en el estómago que jamás volvería a experimentar después de la ruptura.
Notó que la corbata lo ahogaba y le impedía respirar, aunque tenía plena certeza de que la causa de su sofocación era otra. El perfume de los jazmines lo tranquilizaba mientras la puerta, aún cerrada, lo desafiaba a huir. Oyó el último de los pasos antes de que el sonido de las llaves comenzaran a accionar la cerradura. Pensó una vez más, en que debía mostrar una imagen calma y mundana, mientras observaba como el picaporte giraba lentamente. La puerta al abrirse, dejó ver al principio sólo una penumbra gris que paulatinamente se transformaba en imagen.
Fue como una embestida brutal, como una bofetada infame, que lo enmudeció. El sordo sonido del ramo al caer al piso contrastó con esa añorada sonrisa, que al tomarlo de sus manos le dijo: "te estaba esperando, la cena está lista", al tiempo que el crucifijo de plata se balanceaba a la altura de sus pechos, por sobre el inmaculado hábito.

domingo, 7 de septiembre de 2008

El lago del ocaso (1/5)


I- TORRESI

Era un pueblo tranquilo. Pocas veces se había producido antes alguna alteración del bucólico orden montañés. Estos pocos y rápidamente olvidados incidentes, habían sido en todos los casos originados por turistas. Altercados menores, objetos perdidos y hasta algunas riñas causadas por amoríos pasajeros, solían dar pincelazos de color a la calma y paz que parecía emanar del lago. El Inspector Torresi, recordaba aún el escándalo producido por aquella pareja, que habiendo partido de regreso, había olvidado a su pequeña hija en el hotel. El recuerdo le hizo esbozar una sonrisa, la que mudó prontamente a gesto de preocupación al recordar el caso que lo había llevado a la orilla del lago.
Torresi, cincuentón y jovial, era uno de los más renombrados miembros de las fuerzas vivas de Kara Lauquen. El pueblo, cuyo nombre en idioma mapuche significaba "poblado del lago", había experimentado un gran crecimiento los últimos veinte años, debido a la afluencia de un turismo ávido de naturaleza vírgen en los confines andinos del sur. Hacía ya una década y media se había conformado la unidad de policía rural, en especial para combatir los casos de abigeato y contrabando de ganado en la zona. Con el paso del tiempo y el crecimiento de la comunidad, Torresi se había convertido en jefe del departamento, con el beneplácito de gran parte de la comunidad.
Parado junto a la costa del lago, en una lucha desigual contra el viento, anotaba en su libreta toda la escena con la que se había encontrado hacía minutos. Esa mañana lo despertó el teléfono. Recién comenzaba a clarear, cuando la voz del agente de guardia le informaba del cuerpo encontrado sobre la playa del lago.
Miró la lona que cubría el cadáver y sintió un repentino escalofrío recorrerle su espalda. La hermosa muchacha que yacía a su lado debía andar por la edad de su hija, pensó con amargura. La joven turista mostraba un gran golpe en su cabeza. Todavía no estaban en condiciones de saber si el golpe había sido un hecho casual o no. Sin embargo estaba claro que había sido producido por esa pesada rama de sauce, que se encontraba a un metro del cuerpo. Los rastros de sangre sobre uno de los nudos de la madera no dejaban la mínima duda al respecto. Los guijarros que conformaban la angosta playa no eran una superficie donde las huellas de las pisadas se pudieran marcar. Por lo demás, no encontró rastros de ningún tipo que pudieran revelar la presencia de algún otro ser, al momento del impacto.
Los elementos personales que la joven llevaba consigo, no habían proporcionado muchos datos, con excepción de la máquina de fotos, que ya había sido enviada al laboratorio para investigar su contenido. Al parecer había salido de su cabaña con la intención de dar un corto paseo a la orilla de lago, le había comentado la encargada del lugar, mientras esperaban la orden judicial para investigar la cabaña en que se había alojado.
La jóven había llegado a Kara Lauquen el día anterior. Se alojaba en una de las cabañas que si bien están un poco alejadas del pueblo, se ubican a escasos cien metros del lago, en uno de los lugares más hermosos de la costa. Agustina, tal era su nombre, tenía veinticuatro años y era oriunda de la capital. Por los libros y el instrumental fotográfico que había llevado, parecía dedicarse al estudio y la observación de aves.
Los esfuerzos por contactarse con familiares o allegados de la joven, había sido infructuosos hasta el momento. No se había encontrado ningún teléfono celular, y en la computadora personal que estaba sobre la cama, no se había logrado aún encontrar algún documento relacionado con su vida privada. El número telefónico que había dado al registrarse correspondía a la Facultad de Ciencias Biológicas de la capital, donde ya estaban intentando hallar su nombre en los registros de estudiantes.
Al mediodía, le acercaron un sobre color madera con las fotos reveladas. No eran muchas, al perecer el rollo había sido recién cargado. Las tres primeras eran fotos típicamente turísticas: en una se mostraba la cabaña que habitaba mientras que en las otras dos había tomas del pequeño puerto que se encontraba en las cercanías. Sin embargo la cuarta foto, mostraba una escena poco clara y algo movida, muy distinta a las anteriores. Observando los negativos, constató que se trataba de la última foto, seguramente la última de su corta vida, se dijo para sí.
El inspector Torresi tuvo el presentimiento que la respuesta a todas las incógnitas del caso se encontraban en esa imagen. Separó esa foto y la sostuvo entre sus manos. Se sentó confortablemente, apoyó sus pies, aun con barro de la playa, sobre su escritorio y comenzó a escudriñar los detalles. Incluso, reconoció para sí, podía oír el solemne silencio de las horas del ocaso, sólo acompañado por el ligero oleaje costero. Intuyó que había una brisa fresca, sólo acompañada por el delicado e incitante perfume del bosque que parecía emanar de entre sus manos. Como primera conclusión, observó, la foto había sido sacada desde el mismo lugar en dónde fue hallado el cuerpo. Podía identificar los dos árboles a contraluz que emergen de la playa, justo en el sector izquierdo de la imagen. Por las sombras, llegó a la conclusión que seguramente había sido disparada en momentos del prolongado ocaso de los veranos, probablemente a las 7:00 u 8:00 horas. Identificó las lomas pardas y redondeadas en el sector derecho, al fondo del lago. No le quedaban dudas, era la zona de Punta Mojada, totalmente bañada por el sol. En el centro, si bien algo borroso, se podía identificar al Cristo, que ubicado sobre un promontorio rocoso, había sido inaugurado hacía poco, con la visita del obispo de la capital provincial. Lo intrigó el sector oscuro del rincón inferior izquierdo de la imagen. Creyó ver allí tal vez un animal, tal vez un ser humano, o quizás sólo una sombra, pero evidentemente aún no podía reconocer a ciencia cierta a ese "algo". La foto parecía haber sido sacada en movimiento, pero un movimiento curvo, como si la máquina al momento de obturar estuviera siendo rotada o sacudida. Tenía la casi certeza de que ese movimiento estaba íntimamente ligado a la causa del deceso de la joven.
Pese a que en ese preciso instante hubiese querido seguir con la evaluación de las posibles causas del hecho, no pudo continuar: su esposa lo llamaba por teléfono para indicarle que la comida ya estaba lista.
Caminó las dos cuadras que lo separaban de su casa sin dejar de pensar en la foto y en Agustina.

El lago del ocaso (2/5)

II- AGUSTINA

Agustina no se podía explicar a sí misma muchas cosas. Algunas más trascendentes, otras más triviales, pero este viaje, por el contrario, tenía para ella varias explicaciones. En primer lugar, planeaba realizar el viaje de campo de su tesis de licenciatura sobre el habitat de piedemonte andino y las aves de migración estacional. En segundo lugar, alejarse de Mariano, con quién había terminado una intensa relación a causa de su constante inclinación por seducir a sus amigas. Y en tercer lugar, porque nunca pudo perdonar a sus padres haberla dejado olvidada en este pueblo hacía quince años atrás. Con esa carga de futuro, presente y pasado, respiró el fresco aire andino plena de emoción, al descender del micro en la simpática estación terminal del pueblo.
Sus reservas vía internet habían funcionado a la perfección. La señora a cargo del lugar la esperaba con el hogar de la cabaña despidiendo dorados aromas de fuego y fragancias de madera. Apenas hubo quedado sola, se sentó en el sofá para solamente deleitarse con las luces y el sonido de las chispas que ocupaban todo su universo. Por un momento imaginó que no necesitaba nada más para ser feliz.
Miró el reloj. Todavía faltaba más de una hora para la cita con él. Tendría tiempo de darse un baño y cambiarse. Cuando se estaba agachando para levantar su mochila, sonó su celular. Vio que era su madre la que llamaba y su rostro cambió de semblante repentinamente. Contestó a regañadientes, y le comunicó que había llegado bien y que por favor, no la estuviera llamando a cada rato, que ya era grande y no se sentía bien con el constante seguimiento que le mostraban tanto ella como su padre.
Antes de entrar en la ducha volvió a mirar su reloj. La ansiedad por conocerlo y lo inminente del encuentro, la habían puesto nerviosa. Las cinco; todavía tenía suficiente tiempo, pensó con cierto alivio.
Se bañó mientras que a través de una pequeña ventana espiaba el lago, que se adivinaba al fondo del bosque. Los rayos del sol, y la brisa que hacía ondular las ramas, le imprimían al panorama un dinámica incesante, de luces y sombras que se entrecruzaban sin solución de continuidad. Pudo percibir la presencia de abundantes aves, algunas permanentes, y otras migratorias, que eran las que, justamente, la habían hecho decidir el tema de su estudio. En el momento que desvió su vista para cerrar las canillas, creyó ver una silueta cruzar por debajo de la pequeña ventana. Se puso en puntas de pies, con la intención de observar con más detalle el exterior, pero no pudo reconocer nada que no estuviera acorde con aquel paisaje extraordinario.
En ese mismo instante volvió a llamar su celular. Salió mojada de la ducha, pero cuando notó que era una llamada de Mariano, dejó que su teléfono continúe sonando sin respuesta.
Regresó a la ducha con un dejo de mal humor. Esa llamada, o intento de llamada, la había hecho recordar todos esos momentos de desdicha y frustración con su anterior pareja. Sin embargo, el solo pensamiento de la pronta llegada de él, le cambió el humor.
Terminó de ducharse con tranquilidad. Se vistió con aquel pantalón y aquella blusa, que hacía largo rato había decidido ponerse después de varias indecisiones. Notó que su pelo aún estaba algo húmedo y tomó una toalla para terminar de secarlo.
En ese momento, puntualmente, golpearon la puerta.

El lago del ocaso (3/5)

III- GOITÍA

Goitía. Siempre lo habían llamado así. El Ignacio ya sólo estaba reservado para planillas y formularios burocráticos. Él era simplemente Goitía el guardaparques.
Hacía ya diez años que se encontraba en la zona de Kara Lauquen, comisionado para todas las labores relacionadas con el sector de la Reserva Natural que incluía tanto las zonas de serranías y bosques como las del lago. Disfrutaba de su trabajo, pero los veranos eran en especial agotadores: turistas que preguntaban cosas inverosímiles, niños que mostraban total desaprensión hacia la naturaleza o adolescentes irresponsables haciendo fuego en zonas de alto riesgo. Extrañaba las apacibles jornadas fuera de temporada, cuando utilizaba su tiempo en tareas mucho más redituables para el cuidado de la reserva. Pero este verano se presentaba un tanto diferente. Había recibido en agosto, una propuesta de la universidad para acompañar, en calidad de especialista en flora y fauna de la zona, a una estudiante universitaria en su trabajo final sobre aves de migración estacional. Recibió la oferta de buena gana, y una vez que los contactos con la estudiante, para programar la campaña, comenzaron a hacerse más asiduos, su entusiasmo y empeño se incrementaron sobremanera.
Agustina, la joven que vendría de campaña durante el verano, sonaba simpática y jovial al teléfono. Muy pronto las conversaciones, se fueron alejando de los temas estrictamente de trabajo y la relación comenzaba a tomar un camino más ligado a lo personal.
Goitía ya había buscado datos de Agustina por internet, y no sin sorpresa, se había encontrado con fotos de ella que la mostraban en una secuencia de actividades de campo. Su belleza lo había impactado.
Para el día de la llegada de Agustina al pueblo, Goitía ya tenía preparado todas las rutas hacía las zonas donde ella había puesto su interés prioritario. Tenía los mapas confeccionados, las zonas de campamento elegidas, y tanto la canoa, como los equipos de comunicaciones ya habían sido revisados exhaustivamente.
Calculó con detalle el tiempo para presentarse en la cabaña. No sólo su uniforme estaba limpio y planchado, sino que sus botas relucientes y su rostro recién afeitado hablaban de la dedicación y expectativas que el encuentro le producía al joven guardaparques.
Finalmente golpeó la puerta de la cabaña. Agustina lo recibió mientras aun se secaba sus cabellos rubios con un gran toalla. No hizo falta que se dijeran algo, sus ojos se entrecruzaron de tal forma que no les cupo duda de que el reloj ya había sido puesto en movimiento. El beso en la mejilla, le quemó los labios. Se sintió demasiado torpe como para decir cualquier formalidad y prefirió permanecer callado.
-Bueno, encantada de conocerte. Finalmente, Goitía.- dijo Agustina mientras sus mejillas, impúdicamente, iban aumentando de color.
Ella le propuso preparar unos mates, cosa que fue bien recibida por Goitía con la única condición de que fuesen amargos, aunque no se animó a explicar el porqué.
Al cabo de unos minutos, y con los mapas desplegados, en parte sobre la mesa y en parte sobre el suelo, la invitó a ir a dar una vuelta por las cercanías.
Ella tomó su cámara de fotos y la cargó con una película nueva. Hizo el primer disparo con la cabaña de fondo, a modo de verificar si la película estaba bien sujeta al carrete.
La tarde caía apacible. Le dijo que podían pasar por el pequeño puerto que se encontraba en un recodo del lago. Allí, disminuida entre otras embarcaciones de mayor porte, flotaba la canoa que usarían para desplazarse a la zona de trabajo. Rieron un poco por la humildad de la misma y bromearon respecto a la posibilidad de utilizar alguno de los lujosos cruceros que derrochaban un inusitado confort.
Agustina buscó no quedar a contraluz y obturó dos veces la panorámica del puerto con el solitario lago de fondo. Le confesó que no esperaba tan marcada ausencia de gente, teniendo en cuenta lo benévolo del tiempo y el hecho de estar en plena temporada alta. Goitía le comentó que eso era habitual los días de sol, cuando los turistas se volcaban a realizar las excursiones más prolongadas, y que ya vería como en dos horas más, el pueblo sería un hervidero de veraneantes que regresaban con sus rostros colorados del sol y con un cansancio descomunal.
Siguieron caminando por la estrecha playa donde le contó sobre el Cristo recién construido. Finalmente, llegaron al otro extremo de la costa, donde se sentaron a la sombra de unos imponentes sauces.
Si bien la compañía de Agustina le resultaba muy agradable, Goitía no dejaba de percibir una extraña sensación de que los estaban siguiendo y espiando. Sentado sobre los guijarros de la playa, giraba su cabeza a uno y otro lado con la intención de descubrir si su pálpito era cierto, o era sólo producto del extraño sentimiento de estar de paseo con una muchacha que lo comenzaba a deslumbrar.
De pronto, una imprevista brisa comenzó a soplar. La sensación de frescura los hizo sentir más distendidos. Agustina tomó su cámara y trató de captar en una imagen lo cautivante del momento en ese lugar tan especial. Justo en el momento en que se disponía a disparar, escucharon un fuerte crujido que provenía desde encima de sus cabezas. Ya sin tiempo para escapar advirtieron que una enorme rama caía desde gran altura sobre ellos, inexorablemente.
Goitía salió casi ileso, salvo algún rasguño superficial, nada le impidió incorporarse. Su rostro se desencajó cuando comprendió que la suerte de Agustina no había sido la misma. Creyó enloquecer al verla con su cráneo casi desecho. La tomó de sus hombros e imploró con bruscas sacudidas que todo eso no fuese real.
Sus gritos desesperados ennegrecieron de impotencia el luminoso atardecer.

El lago del ocaso (4/5)

IV- MARIANO

Mariano no podía aceptar que aquel mal entendido con la amiga de Agustina, haya hecho concluir una relación de tanto tiempo con ella; para peor, tan poco antes de su viaje de campo. Intentó aceptar esa separación con un sinnúmero de actividades y relacionándose con una cantidad aún mayor de mujeres. Nada le facilitó olvidarla.
De nada valieron sus intenciones de acercarse a ella en el bar de la facultad, ni sus ofrecimientos de ayuda para el planeamiento de su viaje de campo. Sólo encontraba negativas, actitudes de rechazo y disgusto ante su insistencia.
A un mes de la ruptura, tomó la decisión de viajar a Kara Lauquen. El paisaje apacible y la distancia a los apuros de la ciudad, pensó, podrían actuar como un bálsamo renovador a esa relación que aún le hacía perder la cabeza. Se dijo convencido, que efectivamente, lo mejor sería darle una sorpresa.
Viajó en un ómnibus que llegaría dos horas más tarde que el de ella. Eso le daría tiempo a dejar que Agustina se estableciera en su alojamiento. Igualmente, poco antes de llegar a la cabaña, la llamó a su celular. Sólo obtuvo la respuesta de una grabación que lo invitaba a dejar un mensaje. Confuso, cortó la comunicación con un sentimiento de desaire personal.
Al acercarse a la cabaña vio con claridad un torbellino de vapor escapar por la pequeña ventana de lo que debería ser el cuarto de baño. Se deslizó por debajo tratando de no ser visto y se alejó algunos metros. Luego de unos minutos de permanecer sentado sobre una roca, se planteó su propia conducta: sintió pena y un dejo de lástima por su situación y su comportamiento casi demencial. Tomó su rostro entre las manos y permaneció así hasta que el sonido de unos pasos interrumpieron sus razonamientos más íntimos. Se trataba de un guardaparques, que decididamente se dirigía hacia la cabaña de Agustina.
Vio la cabellera de ella envuelta en una toalla y la sonrisa de él al momento en que ambos desaparecían poco antes de que la puerta se cerrara.
Aguardó inmerso en un in crescendo de nervios y excitación. Esperaba no sabía qué. Sin embargo, después de una hora pudo ver como ambos salían de la cabaña con dirección al lago, hacia lo que parecía ser una especie de puerto. En un principio no supo dónde ocultarse, por lo que decidió dirigirse sigilosamente hacia la saliente rocosa que hacía de límite del sector de embarcaciones. Decidió que aquel monumental Cristo que miraba hacia los confines del lago podría protegerlo de las miradas de ambos. Acurrucado tras la colosal escultura, pudo verlos reír y caminar a lo largo de las instalaciones del puerto, mientras Agustina sacaba fotos de algunas embarcaciones.
Cuando se alejaron caminando por la playa, sus pasos llegaron a acercarse a una distancia tan intimidatoria que se echó sobre el piso por detrás del monumento. El sonido de los pasos al alejarse le recompusieron el aliento y lo relajaron al menos un poco. Pronto se dio coraje para volver a espiarlos. Estaban sentados sobre la playa, debajo de aquellos añosos árboles. La constante vigilancia del guardaparques, que dirigía su mirada una y otra vez a lo largo de toda la costa le imprimió temor, y se dejó permanecer oculto por un tiempo más prolongado.
Cuando finalmente se animó a asomar su mirada nuevamente, no pudo creer lo que sus ojos estaban viendo. El bestial guardaparques zamarreaba a su Agustina, cuya cabeza estaba impregnada en sangre. No vio nada más. Salió corriendo de su circunstancial escondite, y al cabo de unos pocos segundos, se encontró al lado de la escena: él gritando y tomando por los hombros el cuerpo inerte de ella. Su rostro hermoso desfigurado e irreconocible. Los gritos del guardaparques no cesaron ni cuando le puso sus manos sobre los hombros. Tampoco cuando lo empujó con violencia. No, sus enormes manos no dejaban de agitar lo poco que quedaba de su Agustina.
Allí decidió tomar esa piedra del tamaño de un puño, y estrellarla sobre la nuca del joven uniformado.
Sólo así, él la dejó en paz.

El lago del ocaso (5/5)

V- TORRESI

El asunto de la muerte de la joven no le permitió dormir. Durante la noche, se dirigió en repetidas oportunidades al cuarto de su hija. El verla dormir a través del vano de la puerta lo tranquilizaba, al menos temporalmente.
Cuando al fin pudo conciliar el sueño, el teléfono volvió a llamar a un horario totalmente inusual. Se vistió de prisa.
Al llegar a la estación se encontró con noticias que no podían haber sido peores: pescadores, en la zona de Punta Mojada, habían encontrado la chaqueta del Guardaparques Goitía flotando sobre las aguas del lago. Su tristeza fue demoledora. Su querido amigo Goitía, ese gran muchacho, por el que más de una vez había albergado esperanzas de una eventual relación con su hija, estaba desaparecido. El pronóstico no se presentaba nada alentador.
Rápidamente se organizaron patrullas de búsqueda, tanto por el lago como por el bosque, que partieron de inmediato para realizar rastreos.
El hallazgo del cuerpo de Goitía, fue posterior a la declaración de aquel joven desesperado y sollozante, que se presentó en la estación imprevistamente, promediando aquella luminosa mañana.

FIN

martes, 2 de septiembre de 2008

Espera de sala


Ese olor asquea. No voy a lograr olvidarlo en mi vida. Es como cuando se abre un tarro de gasa y sale ese olor, salvo que huele aún peor, una especie de mezcla con sangre, que gotea y se reseca en una repugnante negrura. Y cuando uno empieza a acostumbrarse a lo nauseabundo, empiezan a aparecer los ruidos. Desde afuera las interminables sirenas y gritos de los camilleros pidiendo lugar. Los camilleros y las camillas, con sus chirridos y sus quejidos, lamentos y sollozos. De todos. De pacientes y acompañantes. Y cuando todo este horror comienza a parecer normal, me doy cuenta del policía, que está sentado a mi lado, y tiene en su bolsillo la llave de las esposas que aprisionan mis manos.
Recién después de un rato, trajeron la camilla del hombre. Entró chorreando sangre, y la sábana con que lo tapaban sólo dejaba ver algo rojo y encarnado por sobre encima de sus hombros. El policía, con un ademán, me indicó que era él.
Yo venía manejando despacio, por la fila lenta. Cuando quise darme cuenta ya lo tenía debajo de las ruedas. Igualmente pisé el freno hasta el fondo, y fue eso lo que me hizo golpear la boca contra el volante. No estoy mal, pero al principio sangré mucho, yo también. Pero es que el tipo salió disparado desde los coches estacionados, corriendo, fue imposible evitar el accidente. Al abrir la puerta vi de inmediato su mano inmóvil aparecer desde abajo de la chata. Unos metros más adelante, estaba el revólver.
Mi golpe no es muy grave, seguramente voy a tener que esperar un poco a que me atiendan, pero no me importa. Sueño con el futuro.
Una banda había robado un banco, y a la salida los siguió la policía. Uno de ellos corrió solo para el otro lado, hasta que lo atropellé.
Me dice el cana que yo salgo rápido, fija. Me confesó que será casi un trámite. Y que no pudieron todavía encontrar el tercer maletín con dinero del robo. Que ya recuperaron dos, y que el que falta tenía trescientos mil dólares.
Me están llamando por el apellido. El agente se para y me hace caminar hacia el fondo del pasillo
Mientras camino hacia el consultorio, me cruzo nuevamente con la camilla. Ya no chorrea sangre, y la sábana tapa al cuerpo por completo.
El médico tiene un guardapolvo blanco e inmaculado. Parece como de un mundo ajeno a este infierno de hediondez, sangre y dolor. Me pregunta de qué me sonrío.
Una nueva sirena aturde la guardia, y ya presiento las próximas corridas y gritos.
Acostado bajo esa luz focalizada, la aguja resplandece de fulgores antes de insertarse en mi labio. Cuento mentalmente los puntos de sutura, casi con felicidad.
No sé si estoy sonriendo, sólo pienso en el compartimiento, casi imperceptible, en el respaldo del asiento de la chata.