viernes, 27 de junio de 2008

Agradecimiento












Buenos Aires, 10 de junio de 2008

Querida Profesora:

Muchas veces pienso en lo injusto que son nuestros recuerdos para con nosotros mismos. Su persona es uno de los recuerdos más lindos que tengo del colegio secundario, llevo presente su cara con bastante precisión, sus palabras y conversaciones, pero no logro recordar su nombre.
Pero no le escribía para comentarle esto, sino para agradecerle. Agradecerle que aquella tarde de cuarto año de bachillerato, Ud. me haya abierto la puerta. Y yo pasé, al principio por la obligación de cumplir con aquel trabajo práctico de su materia, pero casi de inmediato me di cuenta de que había entrado en el lugar más fantástico que había conocido en mis jóvenes 16 años. Enseguida supe que no me iría nunca más.
Recordará Ud. que el trabajo práctico consistía en leer algo así como 100 páginas de "Cien años de soledad" y hacer un ejercicio de análisis del texto. Calculé que el trabajo me iba a llevar gran parte del fin de semana, por lo que mi primera reacción fue de fastidio. ¡Cuan errado estaba! Como yo le comenté a los pocos días: "me devoré" literalmente la totalidad del libro. Me fasciné de tal forma que hice un trabajo práctico imponente, con "árbol genealógico" incluido, lo que casi me valió para aprobar totalmente su materia.
Y la fascinación por la lectura continuó durante los siguientes meses de ese año: "Los premios" de Cortázar, "Crónicas reales" de Mujica Láinez, "El túnel" de Sábato, entre otros.
Quiso la fortuna, que Ud. también tuviese la cátedra de literatura en quinto año. Después de las vacaciones le comenté que me había pasado todo el verano entre "La ciudad y los perros", "El coronel no tiene quién le escriba", "Todos los fuegos, el fuego" y "Pedro Páramo", que Ud., sabiamente me había recomendado.
Todavía tengo grabado en mi memoria, su gesto de sorpresa, cuando le comenté que había decidido entrar en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Y sus apesadumbradas palabras de desilusión: "seguramente, las letras se van a perder un gran autor" todavía resuenan entre mis recuerdos.
Debo confesarle también, que si bien una vez egresado, no extrañé para nada el secundario, a nuestras charlas sobre literatura, las comencé a añorar muy rapidamente.
La abraza con afecto

Claudio S.
4°4° y 5°4°
Colegio Nacional Nro. 6 Manuel Belgrano

sábado, 7 de junio de 2008

Arácnidos


Durante lo que les restó de vida y hasta sus últimos instantes, las palabras de aquella gitana no dejaron de perseguirlos.
Todo había comenzado una tarde de domingo de aquel inolvidable verano. Ricardo y Carla hacían su primera salida desde que vivían juntos. Habían ido a visitar la feria de atracciones que hacía unas semanas se había instalado en la ciudad. La tarde había sido maravillosa, se entretuvieron con la montaña rusa y el tren fantasma, y pudieron demostrar sus habilidades en los juegos de tiro al blanco y lanzamiento de pelotas para derribar latas. La tarde se iba convirtiendo en noche, y la temperatura se tornaba muy agradable, cuando decidieron dar por terminado el paseo. Se dirigieron a la salida del predio llevando consigo aquel gigantesco oso peluche como trofeo.
Ricardo había conocido a Carla en el tren. Cuando consiguió aquel trabajo en un comercio del centro comenzó a tomar el que pasaba a las 7:02 por aquella estación de suburbio de la gran ciudad. Desde el primer día notó su presencia en la estación. Siempre sola, se paraba junto a un farol del andén para aprovechar la luz y poder continuar la lectura de su libro. Con el transcurso de los días, ya Ricardo esperaba su presencia y hasta se preocupaba los días en que ella no acudía a esa cotidiana cita de desconocidos. Durante semanas no encontró Ricardo la forma de entablar una conversación que pareciera casual, o al menos no forzada. Sin embargo, él había percibido algunas miradas que le hacían creer, que ella empezaba a notar su diaria presencia. Hasta que un día, de forma totalmente casual -eso quiso creer Ricardo-, Carla trastabilló en el andén dejando escapar el libro de sus manos. Al agacharse a tomar el libro, no pudo Ricardo dejar de notar que se trataba de una novela de Kundera .
-¡No! ¿a vos también te gusta?- le preguntó tímidamente poniendo su dedo índice sobre el nombre del autor. De allí en más no pararon de hablar durante todo el trayecto. Ese mismo día, se encontraron en un café del centro después del horario de trabajo. Intercambiaron vivencias, historias y teléfonos. Se despidieron tarde, con la certeza de estar inmersos en una gran atracción recíproca. El tren diario, tomarla de la mano, y aquel beso primero, fueron el corto camino a un amor tan pasional como inesperado.
Se podía decir que se habían estado esperando mutuamente. Casi agazapados ante la vida, al conocerse, se lanzaron el uno hacia el otro en forma tan natural como espontánea, como si supieran que el otro era a quién estaban esperando.
Los últimos meses, habían comenzado a hablar de convivir. Si bien, hasta allí, todo era ideal entre ellos, interiormente se preguntaban cómo sería traspasar el gran abismo que separa una relación de dos domicilios a una bajo el mismo techo. Era un tema que los mantenía en charlas interminables, que invariablemente culminaban sin la menor conclusión.
-Hay que darle para adelante, y ponerle el pecho a la vida- decía Ricardo ante una más moderada Carla que con dulzura le repetía:
-¡No! es una construcción diaria, que se hace con amor y comprensión.
Y fue así como ese domingo al encaminarse hacia la salida de la feria, se encontraron con la gitana que les ofreció leerles el destino. Ricardo quiso seguir caminando sin siquiera contestar a la oferta, pero Carla pensó que era una buena oportunidad para que les dijeran lo venturoso que se veía el recién comenzado futuro en común. Con una simple mirada convenció a su compañero. La gitana tenía ojos muy grandes y abiertos, que pese a su tamaño, parecían no pestañear jamás. Con tono serio, y con total falta de simpatía, los invitó a ingresar en la carpa donde atendía al público. Carla y Ricardo entraron de la mano y se sentaron frente a la gitana. En el lugar abundaban todos los clásicos objetos del mundo de la quiromancia: barajas, inciensos, una esfera de vidrio y hasta un gran búho embalsamado. A pedido de la gitana, Carla y Ricardo le extendieron sus manos derechas y desconcertados escucharon a la gitana recitar unas cadenciosas letanías en un idioma desconocido. Al culminar esta ceremonia, la gitana abrió sus ojos y ante la luz de una vela comenzó a escudriñar el destino escrito en las manos de la pareja. Al cabo de unos segundos, la cara de la gitana se tornó alterada y sorprendida, con un rápido movimiento tomó con sus manos las de ellos y las juntó, cerrándolas entre las suyas. Este gesto no programado, que al parecer no era parte de la rutina de la adivinación, tomó por sorpresa a los novios que preguntaron casi al unísono que era lo que estaba sucediendo.
-¡Lo he visto, lo he visto!- decía la gitana sin parar de repetir esa inquietante frase.
-¡Por favor! ¡díganos qué es lo que ha visto!- le pidió Carla casi implorando. Al principio, la gitana se sumió en un profundo silencio y su cara se tornó desencajada. Se paró de repente, tomó un gran crucifijo entre sus manos y con gesto solemne y aterrador les dijo:
-La señora de negro, vestida de araña, los va a encontrar muy pronto-.
Totalmente sorprendidos y atemorizados por las palabras que acababan de escuchar, Carla y Ricardo se pararon y comenzaron a retirarse, como si de esa forma pudieran terminar con esta situación que parecía una broma de mal gusto. Ya a unos metros de la carpa, escucharon a la gitana que a los gritos les pedía que esperasen un momento. Con un gesto alterado, que parecía haberla hecho envejecer años, les entregó un par de monedas de plata, pidiéndoles por favor que no las separen nunca, que quizás esto los ayudara a superar el destino escrito en las palmas de sus manos.
Caminaron horas sin decirse palabra. Llegaron tarde y no cenaron. Ya en la cama, fue Ricardo el que habló primero.
-Me imagino que no creerás en absoluto lo que nos dijo- masculló con pretendida despreocupación.
-No, creer no creo, pero te confieso que esto me ha dado un miedo que nunca antes había sentido- susurró Carla sin mirarlo.
-Por las dudas, puse las dos monedas en la cajita del aparador- le dijo a modo de buenas noches.
Durante horas permanecieron acostados en silencio. Ambos con sus miradas clavadas en el cielorraso a oscuras, cada uno siendo conciente de la incómoda vigilia del otro.
Un grito aterrador hizo que Ricardo se despierte sobresaltado y aturdido esa mañana. Encontró al instante a Carla parada en el rincón opuesto de la habitación, cubierta por una sábana, llorando de espanto, con su vista y su dedo índice apuntando hacia arriba. La enorme araña negra que había horrorizado a Carla, se movía lentamente por el cielorraso. De un repentino salto, Ricardo subió a la cama y con una almohada aprisionó a la araña. Con su puño golpeó con furia la almohada, justo en el sector donde calculaba que se encontraba su presa. Finalmente, llevó la almohada plegada al baño, y ambos constataron que el animal se encontraba muerto. Al apretar el botón del inodoro, vieron como el remolino de agua se lo llevaba.
Dominados por la creencia popular de que las arañas andan siempre de a dos, ese día no fueron a trabajar. Comenzaron por las alacenas de la cocina, continuaron por los taparrollos de las ventanas, siguieron por los roperos, y cuando vieron que lo único que les faltaba era buscar dentro de los sillones y el colchón de la cama, se sentaron en el piso y se miraron sin poder entender toda esa frenética búsqueda. Optaron por hacer cierto orden y colocar veneno y cebos por toda la casa.
Pasaron la noche en un hotel. Tuvieron una larga conversación en la que trataron de explicarse este enloquecimiento que los había invadido desde su encuentro con la gitana. Tomaron la decisión de ir al día siguiente a la feria y ver que podían averiguar con esa señora. Fuese cual fuese el resultado de la charla, se comprometieron a tomarse unos días de vacaciones en forma inmediata. Este estado de alteración en el que se veían sumergidos, bien podía estar aumentado por la intensidad en la que habían vivido las últimas semanas.
-Si, lo mejor sería tomarse unos días, lejos de la ciudad, y olvidar toda esta pesadilla- acordaron ambos.
Fue una gran decepción, la mañana siguiente, cuando llegaron al predio donde había estado instalada la feria tan sólo dos días antes. Ahora, ya no había ni rastros de la misma. Preguntaron a los vecinos quienes creían haber escuchado que se habían trasladado al Uruguay. Hicieron como si la noticia no los hubiese afectado y decidieron comenzar de inmediato con las planeadas vacaciones.
Habían tomado la decisión de ir a un lugar en donde no hubiese arañas. Para ello visitaron la biblioteca del museo entomológico donde pudieron investigar, que la altura, y los climas muy áridos y secos no eran favorables para el desarrollo de los arácnidos. Fue así como, con el trasbordo del ómnibus en la ciudad de Mendoza, arribaron a Uspallata dos días después.
Se alojaron en el Gran Hotel, una hermosa edificación que si bien había tenido sus días de esplendor en la década del cincuenta, aún se mantenía en buena forma: un hotel limpio y bien atendido. Pudieron descansar y disfrutar de distendidos paseos bajo el colosal marco de Los Andes y sus celestísimos cielos. No dejaron de preguntar a toda persona de la zona sobre la presencia de arañas, y se tranquilizaron con todas y cada una de las respuestas:
-No, en esta zona no hay arañas-.
Esa mañana, el día se presentaba diáfano y claro como ninguno. Tenían programado salir temprano para aprovechar el último día de su estadía en la montaña. Se dirigieron a desayunar, y se sentaron en una mesa central del salón señorial, que prontamente iría a llenarse de turistas apurados y ruidosos.
Al principio percibieron algo extraño, pero creyeron que sólo había sido una rara sensación. A los pocos segundos, el temblor estalló con toda su intensidad y fuerza. Nunca antes habían estado en un terremoto, y el furioso movimiento los tomó por sorpresa. Carla no podía levantarse de su silla, y Ricardo, con gran dificultad, pudo llegar hacia ella ayudándose con sus rodillas. La tomó de la cintura, la llevó hacia él y la abrazó contra el suelo. Todo era ruido, miedo e interminables sacudidas. A través del polvo que empezaba a invadir el ambiente, Carla y Ricardo vieron como desde el techo del salón se desprendía y caía hacia ellos la gigantesca araña de caireles negros, orgullo del hotel.
Los encontraron abrazados y sin vida.

lunes, 2 de junio de 2008

Lunes


Después de un fin de semana pleno de cariño y música, la alarma del reloj sonó alegre, pese al frío y la oscuridad de ese lunes.
Durante los últimos días había estado pensando en nuevos proyectos, tanto personales como laborales para llevar a cabo. La libertad que ejercía en su vida era algo que valoraba mucho, y lo creativo de su actividad, lo obligaba al desafío permanente de innovar y renovar.
Ese lunes llegó a la oficina con una vitalidad especial, no veía la hora de prender su computadora y comenzar a desarrollar esas ideas que habían ido madurando en su cabeza durante los últimos días.
Tomó el café habitual, el de la primera hora, junto con algunos compañeros. Comentaron las últimas novedades del país y del tiempo, y como ese fin de semana su equipo de fútbol había ganado, fue él quién tocó el tema deportivo, aquel lunes.
Pasó las primeras horas de la mañana sumido en su proyecto, frente a la pantalla de la computadora. Un rato antes del horario de salir a almorzar, sonó el teléfono. La señora que lo ayudaba con las tareas de la casa, había recibido de manos del cartero un sobre manuscrito a su nombre, y quería hacerle conocer este hecho inusual, como si estuviera imaginando lo trascendente de su contenido. Le dijo que pusiera la carta en el primer cajón del escritorio, con palabras que veladamente mostraron su desconcierto. ¿Quién podría haberle mandado una carta hoy en día? pensaba intrigado, sabiendo que todo su universo de contactos y relaciones se movía en la actualidad por medio del correo electrónico, si es que no por teléfono.
Al retornar a su casa, lo primero que hizo fue ir al escritorio a develar la curiosidad acumulada a través de las horas. Abrió el primer cajón de su escritorio y allí estaba la carta. El sobre tenía su nombre y dirección, pero no mostraba remitente. No le fue difícil reconocer la letra de ella. Antes de abrirla, observó que había sido despachada temprano, esa misma mañana, con entrega urgente.
Se sentó, abrió con prolijidad el sobre, como postergando el momento, y comenzó a leer. El mensaje estaba escrito en el primer par de renglones, todo lo demás era justificación de lo que ella no sería capaz. Un sinfín de palabras para explicar, que se quedaba en tierra, por un raro designio que él no alcanzaba a entender. Que el vuelo, decía, que tanta libertad, no habían sido hechas a su medida. Leyó y releyó la carta, analizó cada uno de sus pasajes sacando conclusiones e interpretaciones. Le dolió lo epistolar, lo defraudó el silencio.
Inhaló profundamente, como tratando de digerir esa hiriente revelación manuscrita. Al exhalar, un espeso humo negro comenzó a brotar de su boca.
Conmocionado por lo repentino de la situación, se tomó el cuello e intentó taparse la boca. Desafiante, un hilo fino de humo lograba salir por entre sus dedos y ganar el aire. No dolía, sólo impresionaba. Confundido por la situación trató de sentir algún indicio que le indicara un funcionamiento incorrecto de su cuerpo. Tacto, vista, incluso su respiración, parecían estar en perfecto estado. Se obligó a calmarse, y la sugestión fue disminuyendo. Permaneció sentado y comenzó notar que a medida que continuaba respirando, el humo iba siendo cada vez menos espeso. Al cabo de unos minutos ya era casi imperceptible. Sin embargo, una espesa nube negra comenzaba a dar vueltas por sobre su cabeza, crecía y parecía no extinguirse. Creyó entrever que el humo formaba figuras enigmáticas de fantasmas y otros monstruos. Con total falta de calma fue al baño para verse frente al espejo. Si, allí seguía la nube, tranquila ahora, pero con cierto movimiento oscuro, tal vez aún amenazante. Estuvo un rato observándose, levantó los brazos y los agitó con la intención de despejar el humo, pero éste sólo se adelgazaba un poco para volver a hacerse más denso después de unos segundos.
Pensó en ella. La nube comenzó a encresparse, soltaba por momentos intimidantes relámpagos de ira. Con temor y cautela regresó al escritorio. Replegó la carta y la introdujo en el sobre. Volvió a abrir el primer cajón de su escritorio y guardó la carta.
La nube, seguía en su constante transformación. Ahora moldeaba flechas que volaban frenéticamente a su alrededor.
Cerró el cajón con decisión y firmeza. La nube, entonces, dibujó primero una ronda de notas musicales, claves de sol y corcheas, para comenzar a disolverse muy lentamente.