domingo, 17 de mayo de 2009

La noche pronunció un nombre



Escuchó que lo llamaban por su nombre. Era una voz desconocida, que casi en un susurro había pronunciado su verdadero nombre. En medio de la noche más cerrada que podía recordar, esa voz totalmente desconocida era lo último que podía esperar en ése momento. Nadie lo llamaba por su nombre, incluso juraría que una considerable mayoría de sus compañeros ni siquiera lo conocían. Él era el Gaucho, simplemente el Gaucho. Apodo sin sentido que le habían puesto al momento de saber que era nacido en el campo, sin importarles el hecho de que nunca hubiera vivido allí.
Y la voz.... aunque un susurro, no era la de ninguno de sus tres compañeros que esa noche lo acompañaban en el frente. Los demás se encontraban a más de dos horas de caminata del puesto. Y había sido su nombre, muy claramente pronunciado, en una noche de luna nueva, frío y una quietud escalofriante.
Pero en ése momento escuchó un ruido repentino, como de algo que se arrastra entre las matas. Se puso alerta. Venía del norte, y calculó que provendría desde unos quince metros de distancia. Tomó con mayor fuerza el fusil que mantenía parado entre sus piernas entreabiertas. Sintió aún más frío y soledad. Hernández estaba ubicado a unos trescientos metros de su trinchera, y más lejos aún estaban el Tijera y el principal Ludero. Y sabía que bajo ninguna circunstancia abandonarían sus trincheras sin antes enviar la señal convenida.
El ruido cesó. Bien podría ser algún animal nocturno.
Antes del anochecer, los infectados se encontraban del otro lado de la sierra; era imposible que hubiesen vadeado el río y llegado hasta esa posición en tan pocas horas. Se concentró en detectar algún sonido que le indicase la presencia de alguien o algo.
Cuando se estaba convenciendo de que el llamado habría provenido de su propia imaginación, volvió a escuchar su nombre, esta vez con mayor nitidez. Ya no le quedaron dudas. Accionó el mecanismo del fusil que lo dejaba listo para disparar, aún sabiendo que ese ruido metálico advertiría a cualquiera de su ubicación.
Pensó en los infectados. Esas miles de personas portadoras del virus que estaba haciendo estragos en el país. Con una muerte segura en el lapso de semanas, y con riesgo de contagio inmenso, los portadores habían sido echados de la ciudad, hacía un par de meses. Recordó a Nora. Recordó cómo fue arrastrada de su propia casa y depositada violentamente en el camión de las deportaciones. Había rumores de que los infectados estaban organizándose para volver a la ciudad en busca de remedios y alimentos. Él que se sintió llamado por el deber ciudadano de defender a la ciudad de un contagio masivo, se había anotado en las brigadas de esterilización general. Hacía dos semanas que se encontraba en el frente, pero esa noche era la primera vez que comenzaba a arrepentirse de su decisión.
Una risa, contenida y apagada, lo hizo apuntar su arma hacia la noche oscura. Luego fueron ruidos de pasos. Lentos, uno, luego dos, luego tres. Volvió a escuchar su nombre, esta vez definitivamente pronunciado por una mujer. Y como si el tiempo se hubiese detenido reconoció los acordes de su ópera favorita. Y de inmediato una tos, tan cercana que hubiera podido contagiarlo. Disparó su fusil sin saber hacia qué. El fogonazo del disparo le permitió ver las cercanías de la trinchera por un segundo. No vio nada ni a nadie. Se sentó nuevamente. Se acomodó en el fondo de la trinchera. Se obligó a calmarse. Respiró profundamente. Primero sintió el olor nauseabundo, luego la mano húmeda y pegajosa sobre su cuello.

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