domingo, 5 de octubre de 2008

Con la guardia baja


Frente a la puerta adornada con un crespón negro, se arregló la vieja corbata oscura, suspiró de forma profunda y finalmente entró. Entró al velorio de la forma en que sólo lo puede hacer aquel que ya ha entrado a mil velorios: paso firme, gesto adusto y la mirada dirigida con exclusividad al féretro, que siempre se ubica en el extremo más alejado del salón.
Su entrada, con caminar decidido, siempre lograba atraer cierta atención, en especial la de los familiares más cercanos. Ellos, en lucha titánica con sus memorias, no lograban recordar al recién llegado, tan compungido y de evidente cercana relación con el difunto. Ante este leve pero repentino revuelo, que él tan bien conocía, se paraba solemne frente al cadáver, sacaba el pañuelo blanco, cuya punta asomaba elegantemente del bolsillo del saco, y de a poco comenzaba a sollozar. Eran estos minutos de tristeza fingida inicial los que le permitían hacerse el cuadro de situación: condición social, edad del finado, cantidad de familiares, calidad del ataúd, etc. Nada de lo que observaba le resultaba trivial, toda la información era absorbida con detallado interés. Sabía que para ése entonces, algún familiar, conmovido por su evidente dolor, se le acercaría con la intención de revelar su relación con el finado. Ése, era el momento crucial, o se superaba con hidalguía -y un poco de suerte- o la situación condenaba irremediablemente a una retirada lo más decente posible. Era en ése momento cuando toda la información adquirida en los escasos minutos previos debían proveerlo de una frase brillante, acertada, que tuviera la mayor posibilidad de resultar creíble.
Cuando con su mano derecha se había aferrado a las manos del muerto, una voz femenina y joven lo asaltó en el momento en que él calculó que debía ser abordado. Agradeció el anís, y con la copa pequeña entre sus dedos dio un par de pasos que lo alejaron del féretro. Sabía -o quería creer-que la joven lo acompañaría e intentaría comenzar alguna conversación. Ése momento sería la gran cosecha de la noche. Hablaría de su gran amigo del colegio, y a partir de allí, escucharía toda esa invalorable información que las circunstancias le brindasen. Sin embargo, las coronas del centro de egresados del secundario, del club Social y Deportivo y de los empleados de la estación de ferrocarril, le habían propinado un inmejorable obituario del difunto. Eligió el club porque al hombre se lo veía maduro, pero con una edad bien llevada, y hasta con un cierto aire deportivo. Arriesgó a preguntar si ella era la hija, y tuvo que contener una irresistible sonrisa de satisfacción cuando entre pucheros, la muchacha le contestó que "sí, que era la menor de las dos", mientras señalaba con el índice a su hermana mayor. Andaría por los veitimuchos o treintipocos, y el hecho de que no llevase alianza, ni que hubiese criatura alguna dando vueltas por el salón, le generaron una expectativa de interés, cuyo sabor le resultaba ya conocido. Le confesó que su padre solía hablarle de ella con infinito cariño y orgullo. Alabó al difunto dentro de los límites de lo creíble. Al ver que las primeras lágrimas comenzaban a surgir de sus ojos, comprendió que la noche había sido productiva al extremo.
Luego de la siempre incómoda presentación al resto de los deudos, quienes invariablemente desconocían su íntima pero bienvenida amistad, llegaba el momento del desenlace final. Logró apartarse del grupo de familiares sin que la hija menor dejase de estar a su lado. Allí su nombre, ocupación y situación financiera le llegaron sin mayor inconveniente.
Llegado el momento de la partida, la tomó de las manos y comenzó a despedirse. Se alegró al escuchar que ella le confesaba que la existencia de un amigo tan cercano -y desconocido hasta ése momento- a su padre la había sorprendido, y que deseaba volver a verlo.
El beso en la mejilla sobre la vereda húmeda, le dio la certeza de una futura victoria.
A veces era así. El lo llamaba "la ley de la guardia baja": en este tipo de situaciones, la gente no ofrecía resistencia y mostraba o daba lo que en otra oportunidad no hubiese ni siquiera sospechado
-Hoy había sido un seguro levante- pensó con satisfacción y recordó las ocasiones de cobrar deudas inexistentes, de obtener favores, o inclusive de gratificaciones a su persona a causa de esa -bien fingida- fidelidad a una amistad de años.
Las imágenes de los ojos de la hija menor no lo abandonaban; al tiempo que el colectivo lo acercaba a la pensión.

No hay comentarios: