domingo, 7 de septiembre de 2008

El lago del ocaso (4/5)

IV- MARIANO

Mariano no podía aceptar que aquel mal entendido con la amiga de Agustina, haya hecho concluir una relación de tanto tiempo con ella; para peor, tan poco antes de su viaje de campo. Intentó aceptar esa separación con un sinnúmero de actividades y relacionándose con una cantidad aún mayor de mujeres. Nada le facilitó olvidarla.
De nada valieron sus intenciones de acercarse a ella en el bar de la facultad, ni sus ofrecimientos de ayuda para el planeamiento de su viaje de campo. Sólo encontraba negativas, actitudes de rechazo y disgusto ante su insistencia.
A un mes de la ruptura, tomó la decisión de viajar a Kara Lauquen. El paisaje apacible y la distancia a los apuros de la ciudad, pensó, podrían actuar como un bálsamo renovador a esa relación que aún le hacía perder la cabeza. Se dijo convencido, que efectivamente, lo mejor sería darle una sorpresa.
Viajó en un ómnibus que llegaría dos horas más tarde que el de ella. Eso le daría tiempo a dejar que Agustina se estableciera en su alojamiento. Igualmente, poco antes de llegar a la cabaña, la llamó a su celular. Sólo obtuvo la respuesta de una grabación que lo invitaba a dejar un mensaje. Confuso, cortó la comunicación con un sentimiento de desaire personal.
Al acercarse a la cabaña vio con claridad un torbellino de vapor escapar por la pequeña ventana de lo que debería ser el cuarto de baño. Se deslizó por debajo tratando de no ser visto y se alejó algunos metros. Luego de unos minutos de permanecer sentado sobre una roca, se planteó su propia conducta: sintió pena y un dejo de lástima por su situación y su comportamiento casi demencial. Tomó su rostro entre las manos y permaneció así hasta que el sonido de unos pasos interrumpieron sus razonamientos más íntimos. Se trataba de un guardaparques, que decididamente se dirigía hacia la cabaña de Agustina.
Vio la cabellera de ella envuelta en una toalla y la sonrisa de él al momento en que ambos desaparecían poco antes de que la puerta se cerrara.
Aguardó inmerso en un in crescendo de nervios y excitación. Esperaba no sabía qué. Sin embargo, después de una hora pudo ver como ambos salían de la cabaña con dirección al lago, hacia lo que parecía ser una especie de puerto. En un principio no supo dónde ocultarse, por lo que decidió dirigirse sigilosamente hacia la saliente rocosa que hacía de límite del sector de embarcaciones. Decidió que aquel monumental Cristo que miraba hacia los confines del lago podría protegerlo de las miradas de ambos. Acurrucado tras la colosal escultura, pudo verlos reír y caminar a lo largo de las instalaciones del puerto, mientras Agustina sacaba fotos de algunas embarcaciones.
Cuando se alejaron caminando por la playa, sus pasos llegaron a acercarse a una distancia tan intimidatoria que se echó sobre el piso por detrás del monumento. El sonido de los pasos al alejarse le recompusieron el aliento y lo relajaron al menos un poco. Pronto se dio coraje para volver a espiarlos. Estaban sentados sobre la playa, debajo de aquellos añosos árboles. La constante vigilancia del guardaparques, que dirigía su mirada una y otra vez a lo largo de toda la costa le imprimió temor, y se dejó permanecer oculto por un tiempo más prolongado.
Cuando finalmente se animó a asomar su mirada nuevamente, no pudo creer lo que sus ojos estaban viendo. El bestial guardaparques zamarreaba a su Agustina, cuya cabeza estaba impregnada en sangre. No vio nada más. Salió corriendo de su circunstancial escondite, y al cabo de unos pocos segundos, se encontró al lado de la escena: él gritando y tomando por los hombros el cuerpo inerte de ella. Su rostro hermoso desfigurado e irreconocible. Los gritos del guardaparques no cesaron ni cuando le puso sus manos sobre los hombros. Tampoco cuando lo empujó con violencia. No, sus enormes manos no dejaban de agitar lo poco que quedaba de su Agustina.
Allí decidió tomar esa piedra del tamaño de un puño, y estrellarla sobre la nuca del joven uniformado.
Sólo así, él la dejó en paz.

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