lunes, 24 de noviembre de 2008

Desde el mismo jardín


Una vez admitido el inconcebible resultado de su proceder, no le quedaron dudas de que su vida se tornaría irreversiblemente cruel a partir de ése momento.
Abrió la puerta de su habitación, justo en el momento en que la luna se escondía detrás de una nube solitaria. Hacía calor y el repentino cambio de luz, lo animó a salir al jardín. Sólo le bastó dar el primer paso para que el frío del rocío sobre el césped, se transmitiera invasivo, hacia todo su cuerpo. No le dio importancia y sus pasos lo alejaron de la casa en forma casi mecánica. Su nerviosismo lo había puesto en un estado tal de excitación que tampoco le molestó mojar su espalda al recostarse sobre la reposera húmeda y pegajosa. Luego de un prolongado y profundo suspiro, miró al cielo, ya sin aquella inoportuna nube y trató de comprender el significado de lo acontecido.
Su propia sombra se dibujaba tenue, delineando una difusa silueta sobre el césped, pero no reparó en ella. De a poco fue sintiendo como su cuerpo comenzaba a experimentar una sensación de laxitud, que hacía mucho tiempo no sentía. Trató de poner en orden sus pensamientos, pero éstos todavía se encontraban dispersos y conmocionados. Bajo ese cielo que lo cautivaba y le traía recuerdos de sus más placenteras vivencias, trató de alejar algunas recientes imágenes que le eran de encarnado dolor. Tuvo plena conciencia de sus actos, podía volver a reproducir con exactitud toda la escena, pero tendría que esmerarse para aceptar y entender el futuro a partir de su nueva realidad.
El canto de un grillo, lo hizo desviarse de sus pensamientos, y lo llevó por unos pocos segundos a imaginarse un mundo sin sonidos. No pudo recrear en su mente semejante abstracción, esa noche era de sombras, pensó, como si se tratase de un mandato de obligada obediencia.
Recordó su niñez, y las fiestas familiares en ése jardín, en las veces que les era permitido a él y a sus primos, jugar hasta horas bien tardías. Para esos momentos, a los mayores nada les importaba, gracias a las influencias de los vinos de guarda, que su padre sólo abría para esas ocasiones. Le vino a la memoria la noche en que el rayo había acertado caer sobre el viejo ciprés, atemorizando con el terrible estruendo y su refulgente luz a toda la familia. O esa primera noche con Emilia, cuando al amparo de los ligustros se juraron amor sincero mientras desparramaban sus ropas sobre ése mismo césped.
¿Qué va a ser de Emilia? pensó a modo de estéril interrogación. Por la tarde la había encontrado de un humor lúgubre y con la mirada ausente. Se preguntó porqué había accedido a casarse, a pesar de que con antelación, había descubierto que no era amor lo que lo había acercado a ella. Tenía la certeza de que había sido en parte insistencia de las familias, y en parte, la facilidad con que una joven bonita y de buena posición social, se le entregaba en forma dócil y sin resistencia. No podía decir que no la quisiera, quería creer que la había amado, aunque sabía que ese sentimiento hacía tiempo se había tornado una mezcla de hastío y conveniencia. Se le hizo presente cuando el bonachón de su suegro le había ofrecido, en una noche tardía, nombrarlo gerente de la empresa, y para sorpresa de él y de todo el entorno familiar, un mes más tarde cumplía su promesa. En ese mismo jardín se festejó el acontecimiento, recordó con un dejo de tristeza. Todos los invitados y toda la pompa de la celebración fueron insuficientes para alegrar el rostro de Emilia, que hacía una semana volvía a perder prematuramente su segundo embarazo.
Dirigió su mirada hacia la casa, y vio en la ventana de su habitación, una sombra estática y vigilante, sólo interrumpida de a momentos, por el suave balanceo de las cortinas. Seguramente, se dijo, tendría que acostumbrarse a ello.
Volvió a replantearse el día: su llegada después de una ardua reunión de directorio, en la que su opinión era diametralmente opuesta a la de su suegro, y el deseo imperioso de llegar a la casa. Deseo que se vería opacado con la recepción autómata y rutinaria del personal doméstico y la indiferencia de su siempre alicaída esposa. Sintió que ya no había otro lugar donde encontrar reposo ni contención. Pensó, no sin sorprenderse, de lo reciente de esta nueva situación; sólo horas lo separaban de ésa metamorfosis tan fantástica como inimaginada.
Se vio entrar en la habitación y encontrar a Emilia sollozando sobre la cama. No pudo resistirse a abrazarla e intentar una protección que ya no se sentía capaz de brindarle. Sin embargo no lo dudó, la abrazó y le susurró palabras de aliento junto a su oído. Conciente de que ni él ni ella lo creían espontáneo, lo siguió haciendo, con la certeza de saber que era parte del juego que los sustentaba a continuar.
Lo distrajo una luciérnaga que imprevistamente se posó sobre su muslo. No era habitual, para esa época del año la aparición de éstas, pero lo celebró con una nostálgica sonrisa. Era como la aparición de la luz, en una noche de abundante sombra.
Sus pensamientos regresaron rápidamente a la habitación. Se vio nuevamente sobre la cama, digiriendo los lamentos de su esposa vacua y lejana. Remembró la mutua ausencia de deseos, y la mustia sensación de hartazgo, de una Emilia poco amada y su propia e inescrupulosa ambición de progreso social, mal saciada. Ordenó un sinnúmero de recientes imágenes prematuramente envejecidas y decidió conservarlas como último recuerdo de ella. Y la vio tirada sobre la cama, con sus ojos casi inmóviles apuntando hacía arriba, sin ver ni percibir. Hinchados y rojizos, inundados en lágrimas y miserias, incapaces de concebir alguna imagen, rebosantes de oscuridad.
Un fugaz y repentino brillo de la luna sobre su anillo logró desviarlo de sus pensamientos. Por un momento trató de permanecer alejado de ellos; pero de inmediato regresó a aquellos abrazos, que se prolongaron por largos minutos, en los que el silencio imperó estruendoso. Emilia trató que el abrazo se convirtiera en beso, que él aceptó de forma casi involuntaria, o tal vez por concesión a una realidad que sabía ya el relicto de un pasado lejano. Al momento de darse cuenta de que ése beso significaba más lástima que deseo, se separó abruptamente de ella con un leve, pero significativo empujón.
Mientras observaba una vez más como la luna se escondía tras una nube grisácea y oscura, recordó como Emilia comenzaba a llorar con su rostro cubierto por ambas manos, mientras él mismo se incorporaba con un movimiento premeditado y veloz, quedando parado a los pies de ella.
Fue en ese momento cuando tomó coraje, recordó, y se dio la potestad de confesarle toda su verdad. Con tristeza y sin remordimiento le dijo lo que ella hacía tiempo sabía. El "ya no te quiero" sincero y largamente contenido resonó sin respuestas durante largo rato en la habitación fría. Ella, luego de dirigirle una mirada última, comenzaba a convertirse lentamente e inexorablemente en una sombra.
El no podía creer lo que estaba ocurriendo. Convulsionado, trató desesperadamente de tocarla, abrazarla o algo; pero ella ya era intangible y etérea. La sombra o Emilia, iba y venía por la habitación sin derrotero, casi sin ataduras, pero en cierta forma con una libertad nueva.
Recostado sobre la reposera, que al pasar del tiempo resultaba más fría, recordó sus últimos intentos de revertir la situación con palabras y promesas vagas. Todo fue inútil y vano. Luego de un largo rato de ver la sombra de Emilia deambular dentro de la habitación, se dio por vencido con una mezcla de espanto y conmoción.
Dirigió una vez más su mirada a la ventana de la habitación y vio como la sombra permanecía calma y sosegada sobre el alfeizar, justo cuando la tormenta se anunciaba feroz.

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