domingo, 26 de octubre de 2008

Lo oscuro de ahí


Llegué al bar atraído por esa inverosímil convocatoria que había leído en el diario del domingo. El aviso era pequeño y en página par, pero al descubrirlo me cautivó de inmediato. Se solicitaba la presencia de público entusiasta, para llevar a cabo un una suerte de experiencia colectiva.
Ese domingo el bar se veía interesante. Traté de llegar ni muy tarde ni muy temprano, como para sopesar el ambiente. Con cierta timidez abrí la puerta de cristal, e inmediatamente noté que la mayoría de las mesas estaba a medio llenar. Se había montado un escenario en el que sólo se podía ver, por el momento, un trípode que sostenía un importante micrófono en el sector central.
Preferí no sentarme muy adelante, para no ser tan partícipe, ni muy atrás como para no perderme nada, así que apunté al sector del medio. Allí, una cabellera rubia atrajo inmediatamente mi atención. Aparentando una fingida distracción, di una vuelta para observar con mayor detalle el rostro de aquella llamativa mujer. Era rubia y hermosa desde donde se la mirara, y para mi sorpresa, la silla a su derecha estaba libre.
Con un simple pedido de permiso me acomodé en el lugar, que quedaba junto a una especie de cortinado lateral. No hubo charla previa, más que las palabras de rigor. Los minutos anteriores al comienzo del evento me resultaron un suplicio: fue una lucha descomunal entre mis deseos de mirarla y mis pruritos de buenas maneras.
La entrada del coordinador significó una especie de alivio. Explicó con lujo de detalles el sentido de la experiencia. Sin embargo, la presencia de ella y algunas de sus miradas no dejaron de inquietarme. Esta situación desvió tanto mi atención que no logré entender en absoluto la explicación ni de la razón de la convocatoria. Yo sólo trataba de no enloquecer.
De repente, la luz se apagó.
Lo primero que llamó mi atención fue que nadie se alarmó. Se percibía una calma casi coordinada, quizás esperada, por lo que traté de proseguir al tono de la conducta de la concurrencia.
Al principio me asombró el sonido de las respiraciones de los asistentes, sentí que sonaban muchísimo más fuerte que con luz. Para no mencionar los carraspeos nerviosos que retumbaban de forma casi estrepitosa. A los pocos minutos pude notar algunas luces que se colaban por entre las ventanas, acompañadas invariablemente por sus propias sonoridades: una moto con su faro, un colectivo con su particular iluminación. Y otras veces, la ausencia total de luces y ruido que cautivaron fuertemente mis sentidos.
Me encontraba absorto entre esas sensaciones, cuando una mano interrumpió mi ciega contemplación. La mano venía desde la izquierda y no mostró ningún atisbo de timidez. Me tomó en un momento de distracción total, sumido en mis pensamientos sobre la experiencia de ausencia de luz. En silencio, dos manos tomaron mi cara y en forma simultanea nuestras copas fueron a dar al piso, causando un eco casi estruendoso. Le siguió un beso feroz, cobijado por el total anonimato de la negrura espesa, pero cargado de astucia y pasión ficticia. El marco de transgresión le agregaba al beso una indescriptible cuota de adrenalina y tentación. Me vi arrastrado voluntariamente hacia el cortinado, donde caímos casi rendidos ante los deseos de cada uno de nosotros. Las manos no encontraban destino fijo, mientras nuestras bocas no dejaban de buscar sitios nuevos. A su vez, implícitamente, divagamos en la condición tácita de no emitir el menor de los sonidos, lo que añadía una magia especial a nuestro momento. Cierres, cintos y botones se abrieron con el mayor de los sigilos. Y llegado el momento, la locura ya no tuvo contención ni límite.
La luz volvió con algunas palabras lejanas que nos tomaron por sorpresa. Las cortinas nos salvaron del ridículo pero no de ser el foco de atención de la concurrencia.
Todos me miraron con curiosidad cuando lentamente me senté junto a mi mesa. Todos la observaron, cuando elegantemente atravesó la puerta de cristal hacia la calle.
Ya en mi mesa me dí cuenta de su evidente ausencia. El paquete de cigarrillos vacío sobre la mesa resultó como un adiós sin despedida. Comprendí todo y todo comenzó a carecer de sentido. Hubiera dado mucho más que mi billetera perdida, por saber como se hacía para volver a encontrarla.

domingo, 5 de octubre de 2008

Con la guardia baja


Frente a la puerta adornada con un crespón negro, se arregló la vieja corbata oscura, suspiró de forma profunda y finalmente entró. Entró al velorio de la forma en que sólo lo puede hacer aquel que ya ha entrado a mil velorios: paso firme, gesto adusto y la mirada dirigida con exclusividad al féretro, que siempre se ubica en el extremo más alejado del salón.
Su entrada, con caminar decidido, siempre lograba atraer cierta atención, en especial la de los familiares más cercanos. Ellos, en lucha titánica con sus memorias, no lograban recordar al recién llegado, tan compungido y de evidente cercana relación con el difunto. Ante este leve pero repentino revuelo, que él tan bien conocía, se paraba solemne frente al cadáver, sacaba el pañuelo blanco, cuya punta asomaba elegantemente del bolsillo del saco, y de a poco comenzaba a sollozar. Eran estos minutos de tristeza fingida inicial los que le permitían hacerse el cuadro de situación: condición social, edad del finado, cantidad de familiares, calidad del ataúd, etc. Nada de lo que observaba le resultaba trivial, toda la información era absorbida con detallado interés. Sabía que para ése entonces, algún familiar, conmovido por su evidente dolor, se le acercaría con la intención de revelar su relación con el finado. Ése, era el momento crucial, o se superaba con hidalguía -y un poco de suerte- o la situación condenaba irremediablemente a una retirada lo más decente posible. Era en ése momento cuando toda la información adquirida en los escasos minutos previos debían proveerlo de una frase brillante, acertada, que tuviera la mayor posibilidad de resultar creíble.
Cuando con su mano derecha se había aferrado a las manos del muerto, una voz femenina y joven lo asaltó en el momento en que él calculó que debía ser abordado. Agradeció el anís, y con la copa pequeña entre sus dedos dio un par de pasos que lo alejaron del féretro. Sabía -o quería creer-que la joven lo acompañaría e intentaría comenzar alguna conversación. Ése momento sería la gran cosecha de la noche. Hablaría de su gran amigo del colegio, y a partir de allí, escucharía toda esa invalorable información que las circunstancias le brindasen. Sin embargo, las coronas del centro de egresados del secundario, del club Social y Deportivo y de los empleados de la estación de ferrocarril, le habían propinado un inmejorable obituario del difunto. Eligió el club porque al hombre se lo veía maduro, pero con una edad bien llevada, y hasta con un cierto aire deportivo. Arriesgó a preguntar si ella era la hija, y tuvo que contener una irresistible sonrisa de satisfacción cuando entre pucheros, la muchacha le contestó que "sí, que era la menor de las dos", mientras señalaba con el índice a su hermana mayor. Andaría por los veitimuchos o treintipocos, y el hecho de que no llevase alianza, ni que hubiese criatura alguna dando vueltas por el salón, le generaron una expectativa de interés, cuyo sabor le resultaba ya conocido. Le confesó que su padre solía hablarle de ella con infinito cariño y orgullo. Alabó al difunto dentro de los límites de lo creíble. Al ver que las primeras lágrimas comenzaban a surgir de sus ojos, comprendió que la noche había sido productiva al extremo.
Luego de la siempre incómoda presentación al resto de los deudos, quienes invariablemente desconocían su íntima pero bienvenida amistad, llegaba el momento del desenlace final. Logró apartarse del grupo de familiares sin que la hija menor dejase de estar a su lado. Allí su nombre, ocupación y situación financiera le llegaron sin mayor inconveniente.
Llegado el momento de la partida, la tomó de las manos y comenzó a despedirse. Se alegró al escuchar que ella le confesaba que la existencia de un amigo tan cercano -y desconocido hasta ése momento- a su padre la había sorprendido, y que deseaba volver a verlo.
El beso en la mejilla sobre la vereda húmeda, le dio la certeza de una futura victoria.
A veces era así. El lo llamaba "la ley de la guardia baja": en este tipo de situaciones, la gente no ofrecía resistencia y mostraba o daba lo que en otra oportunidad no hubiese ni siquiera sospechado
-Hoy había sido un seguro levante- pensó con satisfacción y recordó las ocasiones de cobrar deudas inexistentes, de obtener favores, o inclusive de gratificaciones a su persona a causa de esa -bien fingida- fidelidad a una amistad de años.
Las imágenes de los ojos de la hija menor no lo abandonaban; al tiempo que el colectivo lo acercaba a la pensión.