domingo, 7 de septiembre de 2008

El lago del ocaso (3/5)

III- GOITÍA

Goitía. Siempre lo habían llamado así. El Ignacio ya sólo estaba reservado para planillas y formularios burocráticos. Él era simplemente Goitía el guardaparques.
Hacía ya diez años que se encontraba en la zona de Kara Lauquen, comisionado para todas las labores relacionadas con el sector de la Reserva Natural que incluía tanto las zonas de serranías y bosques como las del lago. Disfrutaba de su trabajo, pero los veranos eran en especial agotadores: turistas que preguntaban cosas inverosímiles, niños que mostraban total desaprensión hacia la naturaleza o adolescentes irresponsables haciendo fuego en zonas de alto riesgo. Extrañaba las apacibles jornadas fuera de temporada, cuando utilizaba su tiempo en tareas mucho más redituables para el cuidado de la reserva. Pero este verano se presentaba un tanto diferente. Había recibido en agosto, una propuesta de la universidad para acompañar, en calidad de especialista en flora y fauna de la zona, a una estudiante universitaria en su trabajo final sobre aves de migración estacional. Recibió la oferta de buena gana, y una vez que los contactos con la estudiante, para programar la campaña, comenzaron a hacerse más asiduos, su entusiasmo y empeño se incrementaron sobremanera.
Agustina, la joven que vendría de campaña durante el verano, sonaba simpática y jovial al teléfono. Muy pronto las conversaciones, se fueron alejando de los temas estrictamente de trabajo y la relación comenzaba a tomar un camino más ligado a lo personal.
Goitía ya había buscado datos de Agustina por internet, y no sin sorpresa, se había encontrado con fotos de ella que la mostraban en una secuencia de actividades de campo. Su belleza lo había impactado.
Para el día de la llegada de Agustina al pueblo, Goitía ya tenía preparado todas las rutas hacía las zonas donde ella había puesto su interés prioritario. Tenía los mapas confeccionados, las zonas de campamento elegidas, y tanto la canoa, como los equipos de comunicaciones ya habían sido revisados exhaustivamente.
Calculó con detalle el tiempo para presentarse en la cabaña. No sólo su uniforme estaba limpio y planchado, sino que sus botas relucientes y su rostro recién afeitado hablaban de la dedicación y expectativas que el encuentro le producía al joven guardaparques.
Finalmente golpeó la puerta de la cabaña. Agustina lo recibió mientras aun se secaba sus cabellos rubios con un gran toalla. No hizo falta que se dijeran algo, sus ojos se entrecruzaron de tal forma que no les cupo duda de que el reloj ya había sido puesto en movimiento. El beso en la mejilla, le quemó los labios. Se sintió demasiado torpe como para decir cualquier formalidad y prefirió permanecer callado.
-Bueno, encantada de conocerte. Finalmente, Goitía.- dijo Agustina mientras sus mejillas, impúdicamente, iban aumentando de color.
Ella le propuso preparar unos mates, cosa que fue bien recibida por Goitía con la única condición de que fuesen amargos, aunque no se animó a explicar el porqué.
Al cabo de unos minutos, y con los mapas desplegados, en parte sobre la mesa y en parte sobre el suelo, la invitó a ir a dar una vuelta por las cercanías.
Ella tomó su cámara de fotos y la cargó con una película nueva. Hizo el primer disparo con la cabaña de fondo, a modo de verificar si la película estaba bien sujeta al carrete.
La tarde caía apacible. Le dijo que podían pasar por el pequeño puerto que se encontraba en un recodo del lago. Allí, disminuida entre otras embarcaciones de mayor porte, flotaba la canoa que usarían para desplazarse a la zona de trabajo. Rieron un poco por la humildad de la misma y bromearon respecto a la posibilidad de utilizar alguno de los lujosos cruceros que derrochaban un inusitado confort.
Agustina buscó no quedar a contraluz y obturó dos veces la panorámica del puerto con el solitario lago de fondo. Le confesó que no esperaba tan marcada ausencia de gente, teniendo en cuenta lo benévolo del tiempo y el hecho de estar en plena temporada alta. Goitía le comentó que eso era habitual los días de sol, cuando los turistas se volcaban a realizar las excursiones más prolongadas, y que ya vería como en dos horas más, el pueblo sería un hervidero de veraneantes que regresaban con sus rostros colorados del sol y con un cansancio descomunal.
Siguieron caminando por la estrecha playa donde le contó sobre el Cristo recién construido. Finalmente, llegaron al otro extremo de la costa, donde se sentaron a la sombra de unos imponentes sauces.
Si bien la compañía de Agustina le resultaba muy agradable, Goitía no dejaba de percibir una extraña sensación de que los estaban siguiendo y espiando. Sentado sobre los guijarros de la playa, giraba su cabeza a uno y otro lado con la intención de descubrir si su pálpito era cierto, o era sólo producto del extraño sentimiento de estar de paseo con una muchacha que lo comenzaba a deslumbrar.
De pronto, una imprevista brisa comenzó a soplar. La sensación de frescura los hizo sentir más distendidos. Agustina tomó su cámara y trató de captar en una imagen lo cautivante del momento en ese lugar tan especial. Justo en el momento en que se disponía a disparar, escucharon un fuerte crujido que provenía desde encima de sus cabezas. Ya sin tiempo para escapar advirtieron que una enorme rama caía desde gran altura sobre ellos, inexorablemente.
Goitía salió casi ileso, salvo algún rasguño superficial, nada le impidió incorporarse. Su rostro se desencajó cuando comprendió que la suerte de Agustina no había sido la misma. Creyó enloquecer al verla con su cráneo casi desecho. La tomó de sus hombros e imploró con bruscas sacudidas que todo eso no fuese real.
Sus gritos desesperados ennegrecieron de impotencia el luminoso atardecer.

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