sábado, 19 de abril de 2008

La historia de Capuano Rojas


Con las primeras luces de la mañana, Capuano Rojas abrió sus ojos sigilosamente. La tienda de campaña, aún a oscuras, permanecía en silencio. La mayoría de sus compañeros de tropa dormía profundamente. Unos minutos después, el toque de diana, revertiría toda esa laxitud, y la tienda se tornaría un pandemonium de corridas, gritos e insultos de los soldados que a oscuras buscarían sus uniformes.
La mañana no se presentaba fría. Sin embargo, el temor al crudo invierno ya comenzaba a hacer mella sobre la tropa, que a paso muy lento avanzaba hacia el frente ruso, eternamente lejano.
Capuano de Jesús Rojas Navarrete, era un joven oficial andaluz, proveniente de una familia patricia de Jaén. Había sido tomado prisionero por las tropas napoleónicas hacía mucho tiempo, tanto, que ni él mismo recordaba ya cuanto. Su simpatía, don de gente, y su habilidad para preparar el mejor gazpacho del Mediterráneo, le habían salvado el pellejo de un fusilamiento seguro. Hoy, Capuano Rojas, gozaba del respeto y confianza de sus pares, y de cierta simpatía entre los oficiales superiores.
Capuano había sido informado de que debería presentarse ante Le Comandant D'Artilleurs Jean Baptiste Laffitte La Fleur, tan pronto como hubiera terminado con sus deberes matinales de pasar revista a la soldadesca. Capuano se presentó puntual, se paró frente a la entrada de la comandancia, se alisó su uniforme con ambas manos y finalmente golpeó. "Entrez, s'il vous plaît" fué la respuesta que escuchó del otro lado de la puerta. Con maneras militares, Capuano giró el picaporte, entró, hizo sonar entre sí los tacos de sus botas y dijo con voz marcial "¡Bon jour, mon comandant!". El comandante Laffitte La Fleur, estaba parado junto a la ventana. Con su mano derecha acariciaba el extremo de su afilado bigote mientras observaba meditabundo el lánguido paisaje matinal del campamento. El comandante revoleó con suavidad su cabeza, en un gesto estudiado al detalle, que haría ondular su cuantiosa y esmeradamente cuidada cabellera. Finalmente, y con compostura castrense, se volteó hacia el soldado.
"Soldado Rojas", le dijo, "hoy deberá partir con esta carta hacia el poblado de San Boris, donde se encuentra nuestra infantería esperando instrucciones. Confío en Ud. Entregará este sobre al jefe del batallón apostado allí. La rapidez en la diligencia, será la garantía del éxito de nuestra misión", le dijo con gesto grave, mientras abría la puerta invitándolo a salir de la oficina.
Partió Capuano con su caballo, unos víveres, y un mapa de la zona. Si conseguía conservar rumbo hacía el Norte, estaría llegando a San Boris antes del crepúsculo, calculó con optimismo.
Al cabo de dos horas de marcha, y luego de haber atravesado el más tupido bosque de abedules que jamás hubiese visto, llegó a un claro. Allí le salió al encuentro un pequeño anciano, de larga barba, que se ayudaba a caminar con una rama a modo de bastón. Luego de los saludos de rigor, Capuano le preguntó sobre el camino a San Boris, y le confesó que lo tupido del bosque le había impedido seguir la posición del sol, perdiendo así el sentido de su marcha. El anciano, con gesto paternal, le informó que en esa dirección estaría llegando a San Boris en tres horas más de cabalgata. "Pero, buen soldado" le dijo a continuación, "Deberías saber que a una hora, en esta misma dirección encontrarás una bifurcación en el camino. A la derecha, el camino a San Boris, a la izquierda, el camino a Pecadstopol. Deberías saber también que recientemente se ha abierto en Pecadstopol el mejor burdel que tu alguna vez pudieses imaginar. Con las más hermosas jóvenes del país. Allí no falta la algarabía, la risa ni el mejor vodka de la región" le dijo el viejo. Tal revelación, totalmente impensada en tan inhóspita región, le llegó a Capuano como una anunciación celestial. Agradeció al viejo la información y partió raudo, con energías renovadas y la libido en alza.
Al llegar a la bifurcación tomó decidida y deliberadamente hacia la izquierda.
No le fue difícil a Capuano identificar el burdel, ya que la música de las balalaicas se dejaba oír a gran distancia. Además, un par de señoritas, casi sin ropas, se encontraban en animada conversación junto a la puerta del local. Capuano se apeó, con toda la hidalguía que aun conservaba de su señorío andaluz, se aproximó a las señoritas, les hizo una reverencia y del brazo de cada una de ellas hizo su entrada en el salón del burdel. La aparición de Capuano, con su colorido uniforme francés, acalló las conversaciones y silenció las balalaicas. Se hizo un espacio en el centro del salón donde Capuano, ya solo, se encontraba parado observando lo majestuoso del lugar. De inmediato, se abrió el muro de gente que lo observaba, e hizo su entrada una señora. Si bien era ella mucho mayor que las jóvenes del lugar, su presencia y vestimenta, no le hicieron dudar a Capuano de su condición de dueña del lugar. La Madama lo saludó con cortesía, y le dijo que podía elegir a la mujer que más le gustase. No sin salir de su asombro, y un tanto torpemente, Capuano comenzó a observar a las señoritas. Después de mirar a la mayoría, sus ojos se detuvieron en una pequeña joven, de ojos verdes y largo pelo rubio, de tez muy blanca y busto firme, de mirada inocente y gesto provocador. "¡Ella!", dijo Capuano firmemente, mirando a la Madama, con convicción. Hubo en la sala un entrecruzamiento de miradas entre las jóvenes y la Madama, como expresando algún contratiempo o inconveniencia. "Muy bien", replicó la Madama, "te irás con Irina, aunque no sé si es aconsejable que vayas con ella esta noche", dijo con cierto dejo de preocupación, "pero respetaré mi palabra. Puedes ir con ella".
Capuano tomó a Irina del talle y juntos subieron las escaleras bajo la atenta mirada de toda la concurrencia. Las balalaicas retomaron los compases tímidamente.
La habitación no era muy espaciosa, pero tenía la calidez que le brindaban las cortinas, las lámparas y el gran espejo ubicado al costado de la cama de dos plazas. Capuano, se sintió volar de emoción, y notó con satisfacción que sus partes comenzaban a iniciar el esperado proceso de inflamación. Delicadamente, Irina le dijo que debía ir a prepararse al toilette, y luego de abrir la puerta ubicada frente a la cama, la joven desapareció.
Sin mayor preámbulo, Capuano se sacó totalmente la ropa, se introdujo entre las suaves sábanas, y apagó la luz. No dejaba de imaginar a Irina, su belleza, su rostro, su pelo y ese par de pechos que lo habían hechizado a primera vista. Ella saldría del toilette en unos minutos, y todas sus fantasías se verían hechas realidad. Sólo era cuestión de esperar unos minutos más.
De pronto, unos golpes inesperados estremecieron la puerta de entrada. Capuano, pensó que debía tratarse de la Madama, con alguna última recomendación, o quizás trayendo algún licor para invitar al forastero, y comenzó a incorporarse para prender la luz. En el momento preciso de encender el chispero, quedó petrificado al escuchar la muy conocida voz que llegaba desde el exterior de la habitación. "Irina, mon amour, c'est moi, Le Comandant D'Artilleurs Jean Baptiste Laffitte La Fleur", anunció el comandante con aflautada y melosa voz. Capuano se tapó bruscamente hasta la cabeza con las sábanas, sumido en el más inmenso terror. Allí debajo, escuchó como la puerta se abría, y las botas del comandante daban los tres cortos pasos hacia la cama. Sintió como un pesado cuerpo se sentaba junto a él. Escuchó las dulces palabras del amante recién llegado: "Irina, mon pettit, veo que me esperas debajo de las sábanas. Ya estoy contigo" dijo el comandante mientras se escuchaban los sordos sonidos de la ropa al deslizarse de su cuerpo y caer al suelo. El ruido de los cintos, y finalmente el de las botas al caer pesadamente sobre el suelo paralizaron a Capuano, que a este punto ya era incapaz hasta de respirar. Sintió como el cuerpo de su comandante se introducía en la cama. Sintió con gran terror como la otra piel se deslizaba sobre su piel agonizante. Sintió las manos del comandante recorrer su cara y su torso. Y de pronto, oyó la voz confundida de Laffitte La Fleur que le decía "Mon Dieu, Irina, que pelo tan corto que tienes hoy". Capuano pensó que ya, indefectiblemente perdido, debía intentar algún último recurso, y le contestó con voz en falsete y acaramelado acento ruso. "Es que te esperaba con la sorpresa de mostrarte mi nuevo corte de pelo, mon chéri". "Très bien, Irina", respondió el comandante, "pero, que cutis tan raspador tienes hoy" exclamó dubitativo. "Es para hacerte cosquillitas al besarte, mon amour" respondió Capuano ya sin esperanzas. "Pero Irina, que pechos tan pequeños tienes hoy", dijo el comandante a modo de reclamo. "Es para que puedas contenerlos enteramente en tus manos, mon amour", respondió Capuano, sabiendo que la farsa ya llegaba a su fin. Al darse cuenta, el comandante, de que estaba siendo víctima de un engaño, llevó su mano hacia abajo, a modo de prueba final. Encontró lo que nunca hubiese deseado encontrar en ese lugar, en ese momento, y explotó de ira. Bruscamente se incorporó y gritó "¡Cochon! ¿Quién es Usted? ¡lo haré pasar por la guillotina, a Ud. y a todos los de este mísero burdel!" mientras golpeaba a su desconocido acompañante. Fuera de sí, y con demencial furia, el comandante saltó de la cama en busca de su sable.
Lo último que vió en vida el Monsieur Le Comandant D'Artilleurs Jean Baptiste Laffitte La Fleur, fue el fogonazo del trabuco que Irina disparó inmediatamente después de abrir la puerta del toilette.

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