sábado, 19 de abril de 2008

Una habitación al amanecer


En el mismo instante en que Enzo cruzó el vano de la puerta, lo asaltó la imagen de la catástrofe. Esa imagen de Ana en el piso, duplicada por el espejo, lo paralizó por un momento, para inmediatamente reaccionar y correr hacia ella. Entre gritos de dolor y angustia, sintió la frialdad del cuerpo al tocarle la espalda. Juntó coraje para voltear su cabeza y observar su rostro. Esos ojos tan abiertos, como petrificados en una expresión de pánico, parecían mirarlo explicándole de una muerte dolorosa y tétrica. Aterrorizado, soltó la cabeza bruscamente. El ruido del rostro de Ana contra el piso de madera, retumbó en la densidad del aire cargado de muerte explícita. Casi de inmediato, las campanas del reloj de pared dieron las siete. Tomó un almohadón, y con dificultad e inmensa ternura, lo colocó bajo la mejilla derecha de ella.
Durante minutos se preguntó "¿Porqué? ¿Porqué?" sin encontrar justificación a esta muerte tan impensada. Se sentó en el borde de la cama, con sus pies casi tocando las piernas de su esposa. Se tomó la cara, y con sus codos sobre las rodillas, observó el cuerpo contorsionado e inmóvil. La expresión de terror se encontraba ahora semioculta entre el cabello enmarañado y los pétalos rojos del almohadón. La espalda encorvada. Sus brazos hacia adelante, con los puños firmemente cerrados. Sus piernas flexionadas, casi de costado. Observó con espanto la blancura de su piel. Junto a una pata de la mesa de luz, casi al lado de la nuca, vio el celular de Ana.
Con gran dificultad por su estado de total conmoción, tomó el teléfono, y llamó a su hermana. Ésta respondió con cierta sorpresa, dado lo temprano del horario. Enzo le dijo con voz desencajada y casi gimiendo "Ana está muerta. La encontré hace un rato tirada en el piso del cuarto. Yo volvía de viaje y me la encontré así ¡No lo puedo creer, no lo puedo creer!" Y a modo de súplica agregó "Por favor, llamá a la policía o a quién sea, yo no puedo más", y la despidió.
Con la pretensión de conservar el orden en medio del gran desorden, volvió a colocar el teléfono celular exactamente en el mismo lugar donde se encontraba. Volvió a recorrer con su vista el cuerpo de Ana, ahora con más detenimiento. Notó que en su mano izquierda faltaba el anillo de casamiento. Con sorpresa se dio cuenta de que un papel asomaba del puño crispado de la mano derecha. Con gran trabajo logró abrir los dedos rígidos y tiesos. Tomó el bollo, lo desenvolvió y apoyándolo sobre la cama le pasó la palma de la mano para alisarlo.
Era una carta. Con temor, la tomó y comenzó a leer.

"Amada Ana:
Con mucha vergüenza debo confesarte que esta carta es la victoria de la cobardía por sobre el amor. Me fue imposible decirte todo personalmente. Lo intenté sin éxito durante los dos últimos días, Incluso ayer, cuando nos vimos en el bar de Thames. Simplemente, no pude. No pude porque temía derrumbar tus ilusiones llenas de amor y esperanza. No me animé a cumplir con los planes que nos habíamos prometido con tanta pasión y frenesí. No me animé a mostrarte mi cobardía.
No puedo irme con vos. No puedo llevar a cabo nuestra fuga a Lima, a emprender una nueva vida juntos. No sé si algún día podrás llegar a perdonarme toda mi bajeza, toda mi traición. Yo no me lo perdonaré jamás.
Cuando leas estas líneas yo ya estaré lejos. He pedido al arzobispo un traslado a una capilla muy alejada, donde oficiaré de cura párroco. Allí no podrás ubicarme.
No significa esto que vuelva al llamado de Dios, sino que me refugio en la casa de Él. Penaré allí por no ser lo suficientemente fuerte como para cumplir nuestro sueño de conformar la pareja que durante tantos años soñamos formar.
Con amor eterno
Ovidio"

Al leer esto, las lágrimas de Enzo comenzaron a escurrirse por sus mejillas, caían al vacío y terminaban resbalando sobre el papel, dónde comenzaban a borronear las letras manuscritas. Abrió grandemente la boca, aspiró y soltó un grito desgarrador, que retumbó por todo el ambiente, y por todo su cuerpo. Comenzó a llorar con desolación, se arrodilló sobre el piso, junto al cuerpo de Ana, y se desplomó a sus pies. Después de unos minutos abrió los ojos. En la penumbra reinante debajo de la cama alcanzó a ver la silueta de un frasco de pastillas abierto, algunas pastillas esparcidas por el suelo, y un sobre verde. Recobró con torpeza cierta lucidez, y con un gran esfuerzo se incorporó. Al abrir el sobre encontró un pasaje aéreo con destino a Lima a nombre de Ana.
Como si la secuencia de eventos hubiese estado programada con antelación, el teléfono celular comenzó a sonar. Se agazapó para recogerlo.
En la pantalla de tenue luminosidad alcanzó a leer "Ovidio".
Lejanamente se comenzaban a escuchar unas sirenas.

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