domingo, 17 de agosto de 2008

Sine qua non


Braulio era de esa clase de tipos que la vida los había pasado por encima. Hacía rato ya que había doblado el codo y se encontraba en el tobogán vertiginoso de los años, que de forma impiadosa sólo lo veían caer más y más bajo. Contaba con una pobrísima jubilación producto de malos y nunca duraderos trabajos aquí y allá. Su rutina había sido un desorden total, hasta el día del descubrimiento, que le había hecho dar un giro imprevisto en sus expectativas de futuro.
Fue un domingo, que a simple vista hubiera resultado un domingo más. Sin embargo, ése día Braulio había acertado la tercera carrera de Palermo, con un matungo que de tan mala trayectoria, había pagado un dividendo muy elevado. Mucho dinero de una vez, como para que pase desapercibido, pensó Braulio. Detalladamente rememoró todo lo que había realizado ése día antes de salir para el hipódromo. Recordó que se había levantado un poco tarde y que se había vestido a las apuradas. No dejó de reparar en el hecho que cruzó a la churrería “Tres Hermanos” y desayunó de parado tres churros. Luego comprobó, no sin sorpresa, que su acierto había sucedido en la tercera carrera y que el caballo en cuestión llevaba el número tres.
Si bien Braulio, había juntado todas estas coincidencias con bastantes expectativas, su personalidad de tipo pesimista, le impedía creer que el hecho no había sido algo enteramente fortuito. Sin embargo, esperó al domingo siguiente con cierta excitación. Ése día se levantó tarde, pese a haberse despertado casi de madrugada. Se comió los tres churros en el local de enfrente, partió al hipódromo y apostó una suma bastante considerable al número tres de la tercera carrera. Los caballos habían cruzado el disco en forma muy pareja, por lo que el fallo demoró más que lo habitual. Cuando la pizarra mostró ganador a su caballo por un hocico, Braulio quedó absorto. Tenía conciencia que su estado de conmoción no estaba relacionado a la cantidad de dinero que había ganado, sino a la impresión de que estaba ante las puertas de un gran descubrimiento, el que probablemente le cambiase la vida.
Pasaron las semanas y Braulio pudo constatar que el resultado era infalible. Comenzó a llevar una vida sin sobresaltos, y a planear un futuro sin los sinsabores a los que estaba acostumbrado.
Aquel domingo de la tragedia, había amanecido lluvioso. Braulio comenzó a levantarse pensando que habría “cancha pesada”, lo que siempre ante la incertidumbre de las desempeños de los caballos, significaba mayores dividendos. Se vistió, salió de su casa y al cruzar la calle vio con desesperación el cartel que mostraba la puerta de la churrería: “cerrado por duelo”. Braulio tocó el timbre no sin un gran sentimiento de terror y la impresión de que algo había cambiado para siempre. Lo atendió la viuda. Entre otros comentarios sobre los últimos momentos del difunto, le contó que su esposo era el último de los hermanos fundadores de la churrería. A los hijos no les interesaba el negocio. Y le comentó esto último señalando el cartel de venta con su mano temblorosa de dolor y nostalgia.
La ceremonia del imprevisto pésame lo había puesto de mal humor. Se dirigió a una panadería cercana y pidió su rutinaria porción de tres churros. Ése día en la tercera carrera ganó una hermosísima yegua cuyo número era el ocho.
Se levantó el lunes con la firme intención de conocer las condiciones de venta del local. Para su gran decepción, ya había sido reservado, y según habían dejado saber los nuevos dueños, instalarían allí una perfumería. Fue entonces cuando, casi sin preguntar el precio, compró la máquina de hacer churros.
Instaló la churrera en la habitación del fondo y sacó de su bolsillo las anotaciones de la receta que con mucho detalle le había contado la viuda de enfrente. Luego de haber comprado los ingredientes, se dispuso a hacer su primera fabricación de churros.
Hacer funcionar la máquina fue todo un problema. Apenas la puso en funcionamiento saltaron los fusibles, y preparar una instalación acorde al consumo de la churrera le hizo perder bastante tiempo. Con el paso de los días pudo empezar a fabricar los primeros churros. La calidad fue mejorando de a poco. Al final ya no chorreaban tanto aceite, pero a su vez no estaban tan secos para que el azúcar no quede pegado sobre ellos.
El domingo, ya tenía todo listo. Tomó tres churros, y por una cuestión de cumplir los requisitos con la mayor exactitud posible, fue a comerlos junto a la puerta de la ex churrería.
Ése día ganó el número cuatro.
La desesperación de Braulio ya no tenía límites. Sabía el procedimiento inefable para ganar en las carreras, pero la inoportuna muerte del idiota de Ferreira, le había hecho que ya no pueda realizar más la totalidad de los procedimientos previstos. Llegó a la triste conclusión que lo que le estaba faltando era la mano de Ferreira, esa mano sapiente y experimentada que le daba a los churros ese toque particular que los convertía en la parte infaltable, ése paso sine qua non del proceso total.
Pasó el sábado tirado sobre la cama. Sus ojos abiertos y distantes eran sólo un adorno de su impostergable plan. El domingo, en lugar de ir al hipódromo partió temprano al cementerio de la Chacarita.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Desde el fondo del bolsillo


Tomó su lapicera fuente más preciada y verificó que el depósito de tinta estuviera lleno. Hizo unos garabatos sobre el papel a efectos de comprobar su buen funcionamiento y se dio por satisfecho.
La carta debería ser tan especial como la emoción que lo llevaba a escribirla.
No tuvo necesidad de cerrar los ojos para evocar su imagen, que decididamente lo intimó a volcar sobre el papel todos sus sentimientos.
Comenzó de la forma clásica, aunque el "querida" tenía para él un significado por demás profundo.
Le contaba que pensaba a menudo en ella y le reconoció que solía espiarla en los recreos, cuando ella compraba el sandwich y la gaseosa en el kiosco del patio. Le confesó que le producía cierto escozor, cuando ella se sentaba junto a él en su pupitre, para corregirle una composición o algún problema. O cuando pronunciaba su nombre al llamarlo al pizarrón.
Casi sobre los renglones finales recordó la imagen que no lo dejaba en paz. No había sido más que un gesto, rápido y casi imperceptible. Esa mirada, con un innegable ademán de complicidad, entre ella y el Director, el viernes en la sala de música. Eso lo había irritado de una forma que aún no alcanzaba a comprender.
Hizo un bollo con la carta, y con bronca la tiró al papelero. Rescató un chicle del bolsillo de su pantalón y se fue corriendo mientras pensaba si los chicos ya habrían llegado a la plaza.